lunes, 1 de julio de 2019

Ave María













Ave María.

     El rumor de los congorochos fue temprano en la mañana. Después de la lluvia, cuando en el patio se extiende por debajo de las primeras tierritas, las que uno ve encima de la segunda, que está húmeda, ese olor a madera vieja que se pudre, ese olor a pétalos de cayenas que se encogen luego de caer  rojísimas y frescas para convertirse en muñuños amarronados y miserables. Muy tantísimo luego de que los goterones cayeran toda la madrugada desde la punta de los palitos secos de la mata de nísperos, hasta la boca de los bachaqueros en forma de cono que los protege de inundaciones, ese rumor de comedores de excrementos estaba ahí, rajuñando las ñoñas de los gatos, o de los rabipelados, que anduvieron patrullando toda la noche para comerse los ratones o las crías de los pájaros.
    La vida es optativa, entonces. Él estaba preparado desde hace días. Esa mañana se levantó tempranero para cepillarse los dientes en el patio, porque en la casa no hay baño privado y tiene que ir hasta el barril de acero Shell&corporation que contiene el agua a la que debe apartársele los cientos de saltones larvas de zancudos que se ahovaron, y ahora evolucionan para convertirse en jeringas voladoras que le sacarán la sangre, uno a uno, de los que habitan la casa. Admonitoria es el Yo Soy Aquél de Raphael Martos que se acaba de ganar el premio del Festival Eurovisión 1966. Yo soy aquel que cada noche te persigue se dice a sí mismo, y recuerda la intensidad de la quemada que no le dolió porque esa vainita no duele cuando se acuerda de la carajita de la avenida a la que no puede aproximarse. Es que sentado en la barda de piedras, encementadas filo con filo, siempre frescas incluso en la calidez del anochecer, esperando a la retreta del domingo, único descanso, aparte del cine, para los güevones como él, se desesperó porque la jevita no llegaba, y se enterró la punta del cigarro en el dorso de la mano. Se quemó la mano porque estaba arrecho a causa de la desesperación.
     Diecisiete años, nomejoda. No tiene nada. Ni es hombre completo en edad, ni es niño faltante en edad. No es nadie. Ni siquiera es el chavalito jipato que toca el oboe en la retreta, ese que de algún modo es tomado en cuenta, aunque fuese para que el director le reconviniera por desafinar en las altas o en las suaves del irremediable vals que tocaban en cada domingo parroquial. Guayana Gentil, de El Indio Romántico, un tipo que se iba a morir rascado, como siempre anduvo, borrachito con talento que, siendo el saquito de ron que era, se le respetaba porque escribió canciones que fueron tocadas incluso por la Billo´s Caracas Boys.
    ¿Y este chamo güevón, enamorado de la catirita ojitos marrones con apellido polaco, qué era?
     Nadie. Era nadie. Ni siquiera se sacaba un glorioso dieciocho en atletismo, o jugaba en el equipo de básket, el  de peloticaégoma o de volibol, algo mas o menos, que lo hiciera resaltar. No era un tipo pequeño que corriera caballos cuartoemilla en el hipódromo local, ganando cincuenta bolívares por cada carrera terminada. Solo era bueno peleando a puño limpio en sucias peleas callejeras, porque se arrechaba de nada, y de ese qué te pasa a ti, a zumbar el primer manotazo era nada mas que menos de un instante cortísimo. ¡Zas! Un solo coñazo y ahí se embala a tirarle manos al oponente que fuera. Pero se sabe que en un pueblo de aristocracia campesina un tira coñazos no es un personaje para admirar, sino un cualquiera a quien se le conoce como simple tira coñazos. Era un tipo mala fama, una sombra negra que prefigura un puñal en lo oscuro, una sangre, un costillar reventado, una desgracia con lloradera y viejas melancólicas colando café para los asistentes del velorio, que no serían muchos. Un condenado a desaparecer sin que memoria alguna recordara  su mala fama o su negra sombra.
    La quemada se quedó ahí. No se le infectó ni mucho menos. Primero fue roja con burbuja amarillenta. No le dolió nada. Se secó y se tornó marrón oscuro hasta quedarse en marrón rojizo y desprenderse cualquier día de baño con agua tibia por el sol, surtida desde el barril con “bastones” de zancudos. Entonces escuchó por vez primera la canción Yo Soy Aquel y le gustó porque Él era aquel, quien le llevaba una rosa robada a la carajita de apellido polaco, y esperaba verla al día siguiente, pero esa carajita nunca llegó.
    Pasa por el frente del cine de la plaza y verifica cuál será el filme en la función de ese día. En la mañana habían pintado el cartel, los carteles, que una camioneta repartía por todo el pueblo, y ponía en las principales esquinas para anunciar la película  que es  Digan lo que Digan, donde escuchará  a Raphael cantando Ave María. Qué arrechera. Raphael solo tiene diecisiete años y ya le hacen una película. No son diecisiete, son veinte, le corrige el que pasa los rollos de película en el cine. El operador pasa-rollos es trinitario. Un viejo hediento que anda en bicicleta todo el día, y del que nadie sospecha sea antillano, pero Él lo sabe porque lo escucha hablar inglés con la negra solterona que es la pupilera de ese idioma para todos los carajitos buenos que estudian en el liceo local. Él  no es un carajito bueno, no estudia ni nada. Estudiar un coño. Estudiar es andar de arriba abajo con un bulto lleno de libros como el de  Áureo Yépez Castillo, un librote de miles de páginas. Puede que tenga mas de diez mil páginas enrejadas por la portada amarilla con recuadros de las Guerras Médicas, del alemán sanguinario con bigote de ratón, o de Kennedy con su acostumbrado terno oscuro y corbata negra de Harvard University.
     ¡Guerras Médicas!...ah, los doctores… ¿quién se iba a imaginar que anduvieran peleando porái, con esa batica de blanco inmaculado, y esas manos tibias y suaves? En el libro dice Guerras Médicas, de casualidad leyó por encima del hombro de un carajito pretencioso, de ojos claros, que leía la cosa en un banco de la placita del cementerio… ¿qué hacía ese pendejito leyendo en la placita de los muertos? ¿Ves que era pretencioso? – no sabe a quién le pregunta esas vainas, pero pregunta. Él hablaba con Él, y Él tampoco es alguien. Es la sombra de Nadie-.
     Después de cepillarse los dientes marcha a pelar pollos donde el matadero del italiano. No le importa cómo se llama Giovanino el macarroni fulano. Pasa el día pelando pollos para volver a su casa cerca de las tres de la tarde, mas o menos. Tiene que dormir. Esta noche le toca ir al cine porque el macarroni le pagó cinco bolívares, como siempre que acude a trabajar. Los cinco bolívares, un rialero como tal, junto a los otros diez que posee le proporcionan una buena cantidad para tomarse unas cervezas luego de la función. Entrará a la de siete porque ya puede entrar. Con los tres “fuertes de plata”, quince bolívares, le alcanza para cualquier vaina, y acudirá esa noche al bebedero del español José Carmelo y se tragará unas dos o tres cervezas pedidas con tranquilidad, sentado en una mesa, viendo jugar al dominó a su padre biológico que no sabe que es su papá porque Él nació luego de que el coñemadrese violara a su vieja cuando era una carajita. Pero no importa, porque el coñemadrese no sabe que Él lo sabe, dado que se lo escuchó al abuelo cuando le contaba a otro la vaina:
    Ese carajito que está sentado en aquella silla de cuero en el patio – ya no, porque se había situado justo detrás del viejo- nació porque a la Negra la violó el médico con el que trabajaba,  y le puso esa barriga full. Yo no quise que abortara,  ella tampoco quiso. Me dijo la vieja Chila que ella le sacaba ese carajito en dos días, pero, no. ¡La pizuña! Por aquí se han muerto varias envenenadas por el ramerío que les da Chila para sacarle el muchacho. Que nazca ese güevón, yo dije, que para algo servirá, nojoda.   
     Y así supo Él que nació siendo nadie porque ni siquiera nacía de una grata coyunda entre dos seres, sino de la cópula de un bicho que le abrió las piernas a La Negra – que no era negra sino una especie de culisa bonita y bien proporcionada, de cintura estrecha, de  nalgas abundantes-   y le enterró el palo tan hondo que la preñó de un solo tiro.
     Pero eso ya pasó. Ni el abuelo hizo nada para restituir algo de dignidad a la muchacha violada, ni la muchacha violada hizo de esa vaina un tango y siguió con su preñez tranquilamente, yendo y viniendo, buscando el bastimento para el necesario comer completo todos los días.
      Y ahí anda Él, enamoradísimo de la catirita de apellido polaco, durmiendo un poco, hamacándose levemente para dormirse imaginando que esa noche, en el cine, podrá verla llegar (porque todo el mundo va al cine a ver las películas de Raphael, y ella no iba a ser la excepción). Él se había comprado un perfume caro, carísimo, casi cinco bolívares de plata,  y lo tenía ahí, para ocasiones especiales. Se lo enseñó a la negra, y la negra le dijo, bondadosamente:
    Déjelo ahí, que eso es santo para todo el mundo, y suyo propio que es el único dueño.
     Y el perfume de aroma de jazmines ahí esperando, día tras día, a que llegara la necesidad de untárselo. Oler bien, nojoda, no a mastranto ni a pollos pelados, arrancadas las plumas con las manos, luego de ablandarles el pellejo en agua hirviendo.
    Y ese día es hoy.  A golpeécinco de la tarde se baña. Restriega su piel con jabón de olor a rosas, una vaina medio mariconosa, pero necesaria. Se corta las uñas con cuidado, y les lima las asperezas molestas. La camisa, planchada con minuciosidad: duros los filos de las mangas, que son cortas; duro el cuello que se abre en V solo un botón. El pantalón huele a almidón, que es la argamasa  que le ponían al lavarlo, para que,  ya seco bajo el sol,  rociarle agua para rehidratarlo durante un rato y entonces alisarlo como si fuese de un guardia del Trono Real de Inglaterra. Los zapatos nuevos, casi, comprados en la zapatería del italiano dueño del matadero de pollos, quien también es socio de la carnicería cercana.
     Y, por último, antes de ponerse la camisa, untar el lampiño pecho con el perfume que huele a jazmines. Desde el cuello, brazos, costados y abdomen hasta la ingle, por si acaso, perfuma su piel. El aroma se extiende por toda la casa y se sale por la ventana hacia la calle. Cabalga sobre la brisa de la tarde que ahora es casi noche, y baja hacia mas allá de la última esquina asfaltada. Puede que el perfume se monte en las agüitas del río y se extienda hasta muy lejos. Ya se sabe que los perfumes se convierten en moléculas viajeras antes de desvanecerse.
     Él, que no es nadie, está listo para salir, armado con sus tres fuertes de plata. Estrenando perfume y reestrenando “ropa de salir” emprende camino hacia el cine. Viene regando jazmín a lo largo de las cuatro cuadras que lo conducen hasta la plaza. En la primera esquina saluda al viejo que vende licores. Lo tiene en agua de flores para cuando le toque pedirle despacho de una botella de ron, próximamente; saluda al mentecato que trabaja de noche en guardia de once peeme, hasta las siete aeme del día siguiente. La mujer se queda sola cosiendo ropa para los vecinos, pero a veces no está tan sola porque la visita un señor que entra sin prisa y se queda hasta después de las doce de la medianoche. Cruza la tercera esquina y pasa por la tienda, a punto de cerrar, del sirio que vende chagüarmas y cordero asado, pero se retira temprano porque le toca el turno a un negro que hace parrilla de carne sancochada, primero, para ablandarla y luego asarla, y  es el acaparador del mercado de comensales nocturnos callejeros. El negro tiene su negocio al voltear.
En la cuadra justo antes de acceder a la plaza, la librería del español que no es ni frío ni caliente, padre de tres gorditos, uno de los cuales llegará a ser sacerdote comunista. La hermana morirá joven fulminada por la leucemia, y la chiquita se mudará a España y nunca mas vendrá, ni siquiera cuando se muera el español del cual, se sospecha es comunista, o no se sospecha nada. Bueno, quedó el gordito trabajando en las comunas, porque se hizo cura obrero, un tipo de sacerdotes traga balas y protosocialistas.
     Entra al cine puntualmente. Pagó dos bolívares de plata lei novecientoscinco, muy buena, para merecerse un puesto en el Palco, no en el gallinero donde suele ir otro día cualquiera. Por la otra puerta entra el carajito que lee en la placita del cementerio y, junto con él, la bonitica de apellido polaco. Los ve brevemente y decide concentrarse en la película. Raphael canta con todo: con las manos, con los ojos, con su menudo cuerpo que mueve con ensayada coreografía. Canta, sobre todo, canta como nadie.
      Y una de esas canciones es el Ave María, reveladora para Él que refrenda el oxidativo fulminante es verdad que te tengo en el olvido. Y ahí mismo el verso clave le masacra el alma: “recordarás aquellas flores que adornaban tu capilla, eran mías, solo mías, las robaba en las noches para ti”, lo escucha magnífico y le gusta la sonrisa leve de la carajita de la película que confirma sí, las recuerdo. Eso basta.
     Mientras así piensa, ve cómo el carajito pálido que lee en la plaza del cementerio besa  fugazmente en la mejilla a la polaquita.
     Termina de ver la película. Su perfume sigue intacto al intentar salir por la puerta de hierro labrado, a la derecha de la taquilla del cine. Cuando pasa al lado del carajito que lee lo empuja con fuerza, pero como al descuido, para marcarle la zona. Entonces la polaquita lo saluda cuando dice disculpa y le clava un cómo estás.
    Lo ha reconocido. Ella sabe quién es.
     Gracias por las flores – sonríe, y se va con el chavalito, rumbo a dar una vuelta a la plaza, llena de gente que pasea un domingo parroquial antes de irse a casa a vivir la eterna opacidad de un pueblo que pervive adormecido-.
     El perfumar de la noche es todo de jazmines en la brisa. Los cuerpos de los que van a su lado brillan y Él lo nota.
      Entra a la cervecería, pide una Stout, la mas cara, y la muchacha que atiende se la trae con diligencia. Bebe con tranquilidad. Erguido. Imponente. El coñemadreese juega al dominó y lo mira unos segundos. Sostiene la mirada del doctor con valentía, sigue bebiendo su cerveza sin prisa y al terminarla ordena la otra. Tres bolívares de plata bien gastados. Cuando termina de beber, porque se prometió dos nada mas, se levanta y pasa al lado del doctor diciéndole buenas noches brevemente. Buenas noches le contesta el hombre, con amabilidad. Él sale y se devuelve a su casa. Por cerca de la barda donde se quemó la mano va pasando la polaquita con el muchacho que la invitó al cine. Él camina derechito, un tanto embriagado por las dos cervezas Stout, la perrita inglesa. En sus hondas cavilaciones se perfila una decisión que empezará a concretar mañana en la mañana. Le gustó la película. Le gustó Raphael, y mucho le gustó que la polaquita lo saludara.
     Al entrar a su casa le pregunta al abuelo:
     ¿Papá, cómo es que me llamo?
     Te llamas Saúl Orlando. El nombre te lo puse yo.
     Gracias, papá.
     Él entendió esa misma noche que Él, Saúl Orlando, ya no andaría por ahí dando coñazos a la gente. Entendió que el coñoemadreese era un tipo tan igual a cualquier otro que se comportaba como un cualquiera, lo mismo que el resto de los cualquieras que ocupaban el pueblo. Entendió que regalar rosas en las noches, sin que la regalada se entretuviera en recibirlas era bueno. Entendió que su abuelo lo quería, y que La Negra lo parió con esperanzas, a pesar de todo. Pero lo mas grande que entendió Él, Saúl Orlando, es que Él y Saúl Orlando son el mismo. Y que Él es  poeta.
Leoner Ramos Giménez.  
  

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