Ave María.
El
rumor de los congorochos fue temprano en la mañana. Después de la lluvia,
cuando en el patio se extiende por debajo de las primeras tierritas, las que
uno ve encima de la segunda, que está húmeda, ese olor a madera vieja que se
pudre, ese olor a pétalos de cayenas que se encogen luego de caer rojísimas y frescas para convertirse en
muñuños amarronados y miserables. Muy tantísimo luego de que los goterones cayeran
toda la madrugada desde la punta de los palitos secos de la mata de nísperos,
hasta la boca de los bachaqueros en forma de cono que los protege de
inundaciones, ese rumor de comedores de excrementos estaba ahí, rajuñando las
ñoñas de los gatos, o de los rabipelados, que anduvieron patrullando toda la
noche para comerse los ratones o las crías de los pájaros.
La vida es optativa, entonces. Él estaba
preparado desde hace días. Esa mañana se levantó tempranero para cepillarse los
dientes en el patio, porque en la casa no hay baño privado y tiene que ir hasta
el barril de acero Shell&corporation que contiene el agua a la que debe
apartársele los cientos de saltones larvas de zancudos que se ahovaron, y ahora
evolucionan para convertirse en jeringas voladoras que le sacarán la sangre, uno
a uno, de los que habitan la casa. Admonitoria es el Yo Soy Aquél de Raphael
Martos que se acaba de ganar el premio del Festival Eurovisión 1966. Yo soy
aquel que cada noche te persigue se dice a sí mismo, y recuerda la intensidad
de la quemada que no le dolió porque esa vainita no duele cuando se acuerda de
la carajita de la avenida a la que no puede aproximarse. Es que sentado en la
barda de piedras, encementadas filo con filo, siempre frescas incluso en la
calidez del anochecer, esperando a la retreta del domingo, único descanso,
aparte del cine, para los güevones como él, se desesperó porque la jevita no
llegaba, y se enterró la punta del cigarro en el dorso de la mano. Se quemó la
mano porque estaba arrecho a causa de la desesperación.
Diecisiete años, nomejoda. No tiene nada.
Ni es hombre completo en edad, ni es niño faltante en edad. No es nadie. Ni
siquiera es el chavalito jipato que toca el oboe en la retreta, ese que de
algún modo es tomado en cuenta, aunque fuese para que el director le reconviniera
por desafinar en las altas o en las suaves del irremediable vals que tocaban en
cada domingo parroquial. Guayana Gentil, de El Indio Romántico, un tipo que se
iba a morir rascado, como siempre anduvo, borrachito con talento que, siendo el
saquito de ron que era, se le respetaba porque escribió canciones que fueron
tocadas incluso por la Billo´s Caracas Boys.
¿Y este chamo güevón, enamorado de la
catirita ojitos marrones con apellido polaco, qué era?
Nadie. Era nadie. Ni siquiera se sacaba un
glorioso dieciocho en atletismo, o jugaba en el equipo de básket, el de peloticaégoma o de volibol, algo mas o
menos, que lo hiciera resaltar. No era un tipo pequeño que corriera caballos
cuartoemilla en el hipódromo local, ganando cincuenta bolívares por cada
carrera terminada. Solo era bueno peleando a puño limpio en sucias peleas
callejeras, porque se arrechaba de nada, y de ese qué te pasa a ti, a zumbar el
primer manotazo era nada mas que menos de un instante cortísimo. ¡Zas! Un solo
coñazo y ahí se embala a tirarle manos al oponente que fuera. Pero se sabe que
en un pueblo de aristocracia campesina un tira coñazos no es un personaje para
admirar, sino un cualquiera a quien se le conoce como simple tira coñazos. Era
un tipo mala fama, una sombra negra que prefigura un puñal en lo oscuro, una
sangre, un costillar reventado, una desgracia con lloradera y viejas
melancólicas colando café para los asistentes del velorio, que no serían
muchos. Un condenado a desaparecer sin que memoria alguna recordara su mala fama o su negra sombra.
La quemada se quedó ahí. No se le infectó
ni mucho menos. Primero fue roja con burbuja amarillenta. No le dolió nada. Se
secó y se tornó marrón oscuro hasta quedarse en marrón rojizo y desprenderse
cualquier día de baño con agua tibia por el sol, surtida desde el barril con
“bastones” de zancudos. Entonces escuchó por vez primera la canción Yo Soy
Aquel y le gustó porque Él era aquel, quien le llevaba una rosa robada a la
carajita de apellido polaco, y esperaba verla al día siguiente, pero esa carajita
nunca llegó.
Pasa por el frente del cine de la plaza y
verifica cuál será el filme en la función de ese día. En la mañana habían
pintado el cartel, los carteles, que una camioneta repartía por todo el pueblo,
y ponía en las principales esquinas para anunciar la película que es
Digan lo que Digan, donde escuchará
a Raphael cantando Ave María. Qué arrechera. Raphael solo tiene
diecisiete años y ya le hacen una película. No son diecisiete, son veinte, le
corrige el que pasa los rollos de película en el cine. El operador pasa-rollos
es trinitario. Un viejo hediento que anda en bicicleta todo el día, y del que
nadie sospecha sea antillano, pero Él lo sabe porque lo escucha hablar inglés
con la negra solterona que es la pupilera de ese idioma para todos los
carajitos buenos que estudian en el liceo local. Él no es un carajito bueno, no estudia ni nada.
Estudiar un coño. Estudiar es andar de arriba abajo con un bulto lleno de
libros como el de Áureo Yépez Castillo, un
librote de miles de páginas. Puede que tenga mas de diez mil páginas enrejadas
por la portada amarilla con recuadros de las Guerras Médicas, del alemán
sanguinario con bigote de ratón, o de Kennedy con su acostumbrado terno oscuro
y corbata negra de Harvard University.
¡Guerras Médicas!...ah, los doctores… ¿quién
se iba a imaginar que anduvieran peleando porái, con esa batica de blanco
inmaculado, y esas manos tibias y suaves? En el libro dice Guerras Médicas, de
casualidad leyó por encima del hombro de un carajito pretencioso, de ojos
claros, que leía la cosa en un banco de la placita del cementerio… ¿qué hacía
ese pendejito leyendo en la placita de los muertos? ¿Ves que era pretencioso? –
no sabe a quién le pregunta esas vainas, pero pregunta. Él hablaba con Él, y Él
tampoco es alguien. Es la sombra de Nadie-.
Después de cepillarse los dientes marcha a
pelar pollos donde el matadero del italiano. No le importa cómo se llama
Giovanino
el macarroni fulano. Pasa el día pelando pollos para volver a su casa cerca de
las tres de la tarde, mas o menos. Tiene que dormir. Esta noche le toca ir al
cine porque el macarroni le pagó cinco bolívares, como siempre que acude a
trabajar. Los cinco bolívares, un rialero como tal, junto a los otros diez que
posee le proporcionan una buena cantidad para tomarse unas cervezas luego de la
función. Entrará a la de siete porque ya puede entrar. Con los tres “fuertes de
plata”, quince bolívares, le alcanza para cualquier vaina, y acudirá esa noche
al bebedero del español José Carmelo y se tragará unas dos o tres cervezas
pedidas con tranquilidad, sentado en una mesa, viendo jugar al dominó a su
padre biológico que no sabe que es su papá porque Él nació luego de que el coñemadrese
violara a su vieja cuando era una carajita. Pero no importa, porque el
coñemadrese no sabe que Él lo sabe, dado que se lo escuchó al abuelo cuando le
contaba a otro la vaina:
Ese carajito que está sentado en aquella
silla de cuero en el patio – ya no, porque se había situado justo detrás del
viejo- nació porque a la Negra la violó el médico con el que trabajaba, y le puso esa barriga full. Yo no quise que
abortara, ella tampoco quiso. Me dijo la
vieja Chila que ella le sacaba ese carajito en dos días, pero, no. ¡La pizuña!
Por aquí se han muerto varias envenenadas por el ramerío que les da Chila para
sacarle el muchacho. Que nazca ese güevón, yo dije, que para algo servirá,
nojoda.
Y así supo Él que nació siendo nadie
porque ni siquiera nacía de una grata coyunda entre dos seres, sino de la
cópula de un bicho que le abrió las piernas a La Negra – que no era negra sino
una especie de culisa bonita y bien proporcionada, de cintura estrecha, de nalgas abundantes- y le enterró el palo tan hondo que la preñó
de un solo tiro.
Pero eso ya pasó. Ni el abuelo hizo nada
para restituir algo de dignidad a la muchacha violada, ni la muchacha violada
hizo de esa vaina un tango y siguió con su preñez tranquilamente, yendo y
viniendo, buscando el bastimento para el necesario comer completo todos los
días.
Y
ahí anda Él, enamoradísimo de la catirita de apellido polaco, durmiendo un
poco, hamacándose levemente para dormirse imaginando que esa noche, en el cine,
podrá verla llegar (porque todo el mundo va al cine a ver las películas de
Raphael, y ella no iba a ser la excepción). Él se había comprado un perfume
caro, carísimo, casi cinco bolívares de plata,
y lo tenía ahí, para ocasiones especiales. Se lo enseñó a la negra, y la
negra le dijo, bondadosamente:
Déjelo ahí, que eso es santo para todo el
mundo, y suyo propio que es el único dueño.
Y el perfume de aroma de jazmines ahí
esperando, día tras día, a que llegara la necesidad de untárselo. Oler bien,
nojoda, no a mastranto ni a pollos pelados, arrancadas las plumas con las
manos, luego de ablandarles el pellejo en agua hirviendo.
Y ese día es hoy. A golpeécinco de la tarde se baña. Restriega
su piel con jabón de olor a rosas, una vaina medio mariconosa, pero necesaria.
Se corta las uñas con cuidado, y les lima las asperezas molestas. La camisa,
planchada con minuciosidad: duros los filos de las mangas, que son cortas; duro
el cuello que se abre en V solo un botón. El pantalón huele a almidón, que es
la argamasa que le ponían al lavarlo,
para que, ya seco bajo el sol, rociarle agua para rehidratarlo durante un
rato y entonces alisarlo como si fuese de un guardia del Trono Real de
Inglaterra. Los zapatos nuevos, casi, comprados en la zapatería del italiano
dueño del matadero de pollos, quien también es socio de la carnicería cercana.
Y, por último, antes de ponerse la camisa,
untar el lampiño pecho con el perfume que huele a jazmines. Desde el cuello,
brazos, costados y abdomen hasta la ingle, por si acaso, perfuma su piel. El
aroma se extiende por toda la casa y se sale por la ventana hacia la calle.
Cabalga sobre la brisa de la tarde que ahora es casi noche, y baja hacia mas
allá de la última esquina asfaltada. Puede que el perfume se monte en las
agüitas del río y se extienda hasta muy lejos. Ya se sabe que los perfumes se
convierten en moléculas viajeras antes de desvanecerse.
Él, que no es nadie, está listo para
salir, armado con sus tres fuertes de plata. Estrenando perfume y reestrenando “ropa
de salir” emprende camino hacia el cine. Viene regando jazmín a lo largo de las
cuatro cuadras que lo conducen hasta la plaza. En la primera esquina saluda al
viejo que vende licores. Lo tiene en agua de flores para cuando le toque
pedirle despacho de una botella de ron, próximamente; saluda al mentecato que
trabaja de noche en guardia de once peeme, hasta las siete aeme del día
siguiente. La mujer se queda sola cosiendo ropa para los vecinos, pero a veces
no está tan sola porque la visita un señor que entra sin prisa y se queda hasta
después de las doce de la medianoche. Cruza la tercera esquina y pasa por la
tienda, a punto de cerrar, del sirio que vende chagüarmas y cordero asado, pero
se retira temprano porque le toca el turno a un negro que hace parrilla de
carne sancochada, primero, para ablandarla y luego asarla, y es el acaparador del mercado de comensales
nocturnos callejeros. El negro tiene su negocio al voltear.
En
la cuadra justo antes de acceder a la plaza, la librería del español que no es
ni frío ni caliente, padre de tres gorditos, uno de los cuales llegará a ser
sacerdote comunista. La hermana morirá joven fulminada por la leucemia, y la
chiquita se mudará a España y nunca mas vendrá, ni siquiera cuando se muera el
español del cual, se sospecha es comunista, o no se sospecha nada. Bueno, quedó
el gordito trabajando en las comunas, porque se hizo cura obrero, un tipo de
sacerdotes traga balas y protosocialistas.
Entra al cine puntualmente. Pagó dos
bolívares de plata lei novecientoscinco, muy buena, para merecerse un puesto en
el Palco, no en el gallinero donde suele ir otro día cualquiera. Por la otra
puerta entra el carajito que lee en la placita del cementerio y, junto con él,
la bonitica de apellido polaco. Los ve brevemente y decide concentrarse en la
película. Raphael canta con todo: con las manos, con los ojos, con su menudo
cuerpo que mueve con ensayada coreografía. Canta, sobre todo, canta como nadie.
Y una de esas canciones es el Ave María, reveladora
para Él que refrenda el oxidativo fulminante es verdad que te tengo en el olvido. Y ahí mismo el verso clave le
masacra el alma: “recordarás aquellas
flores que adornaban tu capilla, eran mías, solo mías, las robaba en las noches
para ti”, lo escucha magnífico y le gusta la sonrisa leve de la carajita de
la película que confirma sí, las
recuerdo. Eso basta.
Mientras así piensa, ve cómo el carajito
pálido que lee en la plaza del cementerio besa
fugazmente en la mejilla a la polaquita.
Termina de ver la película. Su perfume
sigue intacto al intentar salir por la puerta de hierro labrado, a la derecha
de la taquilla del cine. Cuando pasa al lado del carajito que lee lo empuja con
fuerza, pero como al descuido, para marcarle la zona. Entonces la polaquita lo
saluda cuando dice disculpa y le clava un cómo estás.
Lo ha reconocido. Ella sabe quién es.
Gracias por las flores – sonríe, y se va
con el chavalito, rumbo a dar una vuelta a la plaza, llena de gente que pasea
un domingo parroquial antes de irse a casa a vivir la eterna opacidad de un
pueblo que pervive adormecido-.
El perfumar de la noche es todo de
jazmines en la brisa. Los cuerpos de los que van a su lado brillan y Él lo
nota.
Entra a la cervecería, pide una Stout, la
mas cara, y la muchacha que atiende se la trae con diligencia. Bebe con
tranquilidad. Erguido. Imponente. El coñemadreese juega al dominó y lo mira
unos segundos. Sostiene la mirada del doctor con valentía, sigue bebiendo su
cerveza sin prisa y al terminarla ordena la otra. Tres bolívares de plata bien
gastados. Cuando termina de beber, porque se prometió dos nada mas, se levanta
y pasa al lado del doctor diciéndole buenas noches brevemente. Buenas noches le
contesta el hombre, con amabilidad. Él sale y se devuelve a su casa. Por cerca
de la barda donde se quemó la mano va pasando la polaquita con el muchacho que
la invitó al cine. Él camina derechito, un tanto embriagado por las dos
cervezas Stout, la perrita inglesa. En sus hondas cavilaciones se perfila una
decisión que empezará a concretar mañana en la mañana. Le gustó la película. Le
gustó Raphael, y mucho le gustó que la polaquita lo saludara.
Al entrar a su casa le pregunta al abuelo:
¿Papá, cómo es que me llamo?
Te llamas Saúl Orlando. El nombre te lo
puse yo.
Gracias, papá.
Él entendió esa misma noche que Él, Saúl
Orlando, ya no andaría por ahí dando coñazos a la gente. Entendió que el
coñoemadreese era un tipo tan igual a cualquier otro que se comportaba como un
cualquiera, lo mismo que el resto de los cualquieras que ocupaban el pueblo.
Entendió que regalar rosas en las noches, sin que la regalada se entretuviera
en recibirlas era bueno. Entendió que su abuelo lo quería, y que La Negra lo
parió con esperanzas, a pesar de todo. Pero lo mas grande que entendió Él, Saúl
Orlando, es que Él y Saúl Orlando son el mismo. Y que Él es poeta.
Leoner
Ramos Giménez.
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