sábado, 6 de marzo de 2010

amores viudos


Cronicas de Librea.


AMORES VIUDOS

La Villa es rural, campurusa, primal. Los Villanos, formales, solemnes, ceremoniosos. Tenaces en el uso del “usted” y las buenas tardes. Les cuesta un mundo salirse del guión, y representan a sus personajes desde el primer instante que reciben el libreto, que es la educación llamada doméstica, y la confirmación de su uso diario, rubricado en la felicidad de aquellos que reconocen la excelencia de los que usan tales modales. Si es por comer, moderados., en beber, comedidos., en bailar, atiesados. En las relaciones familiares, el silencio y la discreción. Nada de impertinencias ni de “repugnancias”, adjetivo que denomina conductas antisociales. Taxativos, taxonómicos, naturistas, cristianos, empalagosos.

Humpiérrez patriarca. Jefe tribal de una comunidad de bellas mujeres cobrizas. Luisela esposa. Fuerte. Se nota la alzada poderosa de una que fue más que bella. Es graciosa y serenísima. Porte de reina que al mezclar sus mercedes con el duro trajinar del campo, no vacila ni una micra para manear a una vaca cerrera y ordeñarle litros y más litros de leche. Descabeza cacerías con facilidad, y gobierna con dura cortesía. Doña Luisela y más nada. Una pareja respetable. Pero:

En esa vida perfecta sin vínculos rotos, heridas, desaguisados, curitas asépticas, ni emergencias se adivina que corre incansablemente un chivato, un engendro, un duende que puede que no deje descansar a nadie en esa alcoba donde duermen. Se les acomoda a una y a otro en los hombros tiernamente en ciertas noches, suaves, una brisa paralizante, pocos gramos que pesan nada, algo indefinible sin nombre ni apellido que no se debe mencionar. De noche no hacen huellas en las almohadas, pero sí calientan las sábanas, sorben de la jofaina traguitos de agua, estornudan sordamente, pero no se revuelven mucho para no perturbar el duermevela de quienes les acogen. Es la forma de la culpa sin baldón, la catarsis, que se presenta luego del coletazo de un verso, guindando de los bordes de las mesas de fina madera, o saltando de a poquito por los bolsillos de las camisas alineadas en los escaparates. Es un perfume, una esencia, un no se sabe que extiende su almizcle discretamente tal como fuera en vida su silencio. De madrugada inmediatamente después del aroma del café recién colado, son primeros en andar por las otras alcobas donde duermen los muchachos, a quienes besan con apenas una brisa que ni se siente pero que les inquieta, cuando soñolientos creen imaginar que una desconocida caricia les pasó por las mejillas. Tienen razón los muertitos y hasta la fecha no han podido erradicarlos ya que es su propia casa la que habitan.

En las fiestas si no son siquiera recordados, o no se pone en algún lugar de la casa una vianda para ellos, que contenga la comida y bebida con que se celebra el evento, arman un samplegorio. Por eso se caen inexplicablemente los vasos de los anaqueles, o de las manos descuidadas de los bebedores para mancharles los vestidos. También a causa del desaire no esponjan los pasteles y se les pasa la sal de los condumios. Pudieran también zafarles los cordones a quienes bailan para que se caigan de platanazo en medio de la pista, o asimismo subir la candela de los hornillos para chamuscar las carnes o repasar las verduras de las ensaladas calientes. En los amaneceres espantan las gallinas para que alboroten e interrumpan el descanso de todos, o pueden sacar los ganchos de los víveres en la bodega para que se despatarren irremediablemente y se los coman los ratones. O se lamentan a manera de gemido. A veces mimetizan con los gatos su llantén infantil, o sino en el grito de la calle, apagado de tanto rebotar de las paredes. Demandan con gemido que musitan nombres y reclaman cortesías que no les hicieron. En castigo pueden pasar semanas rumiando un susurrito que nombra incesantemente a sus demoledores dueños, porque se sabe que quien muere atormentado, de alguna forma queda levitando sumisamente alrededor de su verdugo, o verdugos, según sea el caso. Para desairarlos se les debe celebrar una fiesta, que anuncian con varios días de anticipación para que les dé tiempo de macerar la arrechera y aceptar sin condiciones su asistencia. Como siempre, siempre, dicen que sí, entonces la pachanga es arrolladora. Las mujeres sienten un fresquito que les airea las piernas y llega al mero triángulo del goce cuando valsean alguna pieza solemne. Perciben unos labios indefinibles que les llevan un beso inacabable en los senos, un cosquilleo que las torna más alegres y atrevidas. Los hombres, a su vez, captan las miradas de colores de las mujeres y se atreven a decirles palabritas inquietantes, (es que reciben por parte de los imbunches, una caricia entre las braguetas, cabe al muslo se dice elegantemente, que los satisface y permite beber más de una docena de copas que les provoca cantar y comportarse de maravillas). Son recompensados infinitamente porque más de una viva sana y rozagante, les provee largamente de amores, que ellos disfrutan con vigoroso fervor

Pero en el diario acontecer, las formas incorpóreas no son mujeres ni hombres, son lo que son y nada más. Una no-presencia que conserva la inercia que poseyó en vida. Levitan no para vengarse: que los espíritus del limbo no persisten para reclamar deudas. Se hacen recordar en el temblor de una hoja, o la caída de un relámpago que los trae con toda su memorabilia de cuando vivos. Andan por allí revolviendo trastos, regando las matas, remendando trapos, bebiendo agua de los tinajeros, despeinando a los niños y azuzando a los perros, que de repente arrancan a correr de una manera loca, intentando morderse la cola que es el lugar preferido de los innombrables para divertirse con el vértigo que les produce la azarosa carrera de los animales. No molestan ni poco ni mucho, ¿para qué?...cuando tenían el poder de responder a las iniquidades, en su forma corpórea, no quisieron enfrentarse a las circunstancias. Ahora menos. Siendo tenues suspiros qué van a poder. Inofensivos totalmente, esperan nada más que recuerden lo que fueron. Es decir: todo lo que los villanos son por su educación doméstica y rigurosa cuando vivos, lo reafirman si muertos llegaran a no ser totalmente aceptados del otro lado, el mas allá, o como llamen a esas fronteras. Y si se van antes de tiempo, más.

Que a los muertitos se les trate con respeto es exactamente lo que quisieran. Por eso desde la tumba pulquérrima que se ve debajo de la mata de Alejandría, esa mata de flores blancas que huele suavemente a fragancia vegetal, cuyo cenotafio lleva dos nombres, Pablo y Ana Coromoto, se dice, o dicen las mujeres del servicio de adentro que se escuchan murmullos, risas, gemidos de placer sexual, depende de la hora (generalmente los muertitos tienen sexo después de las seis de la tarde), ruido de hojas secas que se resquebrajan, parrandas apagadas, y un te quiero que no se entiende bien. Durante algunos años se vivieron episodios de exorcismos, ensalmes, curaciones, riegues de agua bendita por sacerdotes señalados de santos, candelas prendidas aromáticas rojas, inodoras blancas, persignadas moradas, pretenciosas azules, de todos los colores con todas las invocaciones, relicarios consagrados a diferentes ánimas locales que hacen milagros, medallitas de oro rezadas encima de la tumba del santón local para que llame a rendèz vouz a las estantiguas de casa de Humpiérrez, amenazas de mudar la tumba y quemar los catafalcos que no se cumplieron porque al proferirlas empezó a llover incesantemente y todos los gatos de la cuadra maullaban al unísono: unos en Re Menor, otros en La Sostenido, algunos en Sí mayor, pero implacables en el huracán de lamentos que hicieron desistir del propósito, las dos veces que intentaron la mudanza. Al declarar está bien que no los muden los gatos callaban y retornaban los pájaros a las ramas de la Alejandría a cantar cortito ja-ja-ja-,je-je-je, en ritmo de gorriones pechugones, mientras la paz relativa de saberse hogar de unas ánimas tornaba a acompañarlos, en los silenciosos desayunos que celebraban para comenzar el día.

Es decir, se acostumbraron a convivir con ectoplasmas. Incorpóreas formas que han sido siempre sus compañeros. Más de cincuenta años juntos. Una vida que tienen que sobrevivir. Una vida que comenzó cuando en el siglo pasado dos matrimonios de compadres formales, con ritual eclesiástico y todo, vivían frente con frente. En las fiebres puerperales de la una primeriza, la otra volaba con sus emplastos de Pasote, Yerba Buena, Pata de Danta y Sangre de Drago. La una bebía de sus manos el remedio, y se dejaba tapar amorosamente hasta el cuello para sudar la fiebre, despidiendo con los ojos (hasta que me llames) a la otra. Los hombres, en el porche, beben café sin azúcar y cuentan- recuentan- los avatares encima de los Rucios indomados, la pisada del Tigre y la senda del Chácharo. Son machos de báculas doble cañón terciadas, y navaja afilada para el tasajo. Son carajos sin miedo acostumbrados a retar lo que fuese. ¿Es necesario aclarar que son Humpiérrez y su compadre Cabudare, juntos a sus esposas Luisela y Ana Coromoto? ¿Es otra vez necesario decir que ambas preñaditas son jóvenes que se auxilian mutuamente?

Es necesario, por lo que vino.

Los abstrusos caminos del absurdo son inexplorables. Es inútil protegerse de lo inesperado precisamente por ser inesperado. Si en la mañana se presiente que hacia el mediodía lloverá, entonces es posible que de mediodía para abajo el sol se haga más caliente y brillante que nunca. Si se espera que las semillas salgan impetuosas con firmes raíces que garantizan jugos de vitalidad, es posible que un gusano coma sus pulpas, y apenas surja de la tierra una macilenta hojita que hay que dejar se la coma el bachaco para que no se pierda. Si el marido es fuerte y vigoroso y cabalga las praderas de su mujer todas las tardes, brioso y dominante, puede ser que otro caballo al piafar distinto llame la atención y penetre en sus potreros impunemente. Inexplicable es que se crucen las ramas de dos árboles distintos. Pero la inocencia no salva. Por eso cambiaron los vientos y las manos de lo inexplicable, comenzaron a desmontar teja a teja el techo de sus casas.

No todas las jornadas comienzan los lunes. Ni Semana Santa en Abril. Las vainas empiezan de repente en una resolana que señala el galope de un jinete que cruza el terraplén sin gritar el santo y seña de la sabana, ni el “quién vive” de la montaña. El principio es una mirada que evade otros ojos. Un rubor que se destapa al escuchar la voz ajena, y cierto nerviosismo al cruzar enfrente.

Si ofrece un tenedor, a la hora de comer, cruza señitas imperceptibles para pesquisas inocentes, pero indiscutiblemente sospechosas para el ojo de quien posee esa cama, ese cuerpo, esa angustia. Y el supuesto llega a certeza cuando la otra pupila mira avaricioso el tongoneo de la mujer. Y ella, armónica, gotea sus jugos eróticos que bajan del árbol de su cuerpo, de su tronco frondoso y acogedor.

De pronto el mundo es una sola mirada negra que ensombrece el buenos días de todos los días… Que alimenta las ronchas de la rabia. ¿Por qué te atreves a codiciar la mía? ¿Acaso yo veo la tuya?...Aunque cuando la veo no como vecina, no como hermanada por tántos años de conocerla, percibo una respiración que me acompaña. Un condimento que se ajusta a mis papilas, unos cabellos que brillan y huelen a dulzura. No es imposible que nos parezcamos tu yo, que me haya alegrado al saber que la tendrías, porque era yo mismo. Eres uno como yo que respeta el monte y le gusta la siembra. Alguien que la cuidaría porque es frágil. Y verla es percibir sus dientes parejos, sus ojos marrones, su cintura estrecha, sus tobillos firmes y ancas de poder que aguantan el trajín de unas manos que la sacudirían para hacerla venir a mí sin resistencia. Unas caderas para abrazarlas fuerte, y sofocarla, para sorber el aliento tibio de sus labios que desfallecen al ser besados. De ojos que lloran cuando se entra a sus estancias y se visita por dentro.

¿Qué ves en la mía? ¿Presientes que codicia el tiempo que tarda en explotar su seno y ofrecer sus torrentes inacabables y tibios? ¿Te gusta la boca que enciende el fuego con solo un soplo, y las manos que amasan dulzuras sabiamente? ¿Aspiras que su sabiduría heredada de sus abuelas, de su madre, de sus hermanas que saben cerrar las ventanas para que el sueño sea plácido, te cobije? ¿Ansías que pronuncien tu nombre suavemente para que tornes al trajín de amarlas sin cansarte., que laven tu piel y te perfumen para que relajes el cansancio del duro día, y te unten con delicado olor para cepillar tu espalda y acariciar tu pecho y así poderte concitar para que acudas a su gemido?

Es ver hacia lo que brilla y también ver la oscuridad absoluta que nos arropa. Tendrás que buscar dentro de ti la valentía para acomodarte en sus estrechas sendas, para atreverte a desafiar el valor que llevo, para también obligarme a desafiar tu guapura, porque presiento que se nos irá la vida. La vida tuya y la vida mía, la vida de nuestras mujeres que hemos jurado, frente a todos, que protegeríamos y guardaríamos hasta que la muerte nos separe. Ese día, al jurarnos el compromiso, mismo tuyo, mismo mío, bebimos y comimos para celebrarlo. Fue un día de sol y no de la sombra que ahora nos oscurece, nos arropa y asfixia…

Para aclararlo se invitan a perseguir el Tigre, velarlo desde una horqueta, emboscarlo en algún mogote cuando de madrugada venga a beber al pozo. Las mujeres se quedan en la finca, guisando los pollos de la comida de espera, y amamantando las crías propias que ya han nacido. Ambas miran hacia la montaña tristemente. Saben que no van a solamente el tigre, ni a esperar la madrugada. Que es posible que regrese un solo caballo, y que el silencio borre el caminero del que no. Y nadie preguntará en dónde estás, amor mío.

Por las sendas de la montaña siempre húmedas, se ve la huella del tigre que sale a cazar silenciosamente. Se lleva su presa en un bocado, para ocultarla bajo las hojas e ir comiéndola cada día, mientras fresca está, hasta que se cansa y la deja al alcance de los carroñeros. De los otros animales que no se acercan ni por un momento mientras el tigre mastica la sanguaza lentamente. Y sí se allegan cuando la indiferencia del depredador abandona parsimoniosamente el hoyo de hojarasca donde acomoda a la víctima. Es El Día del Tigre, le dicen. Y saben que lo es por el silencio del monte. Porque los pájaros se aquietan amedrentados, los reptiles se inmovilizan debajo de los troncos podridos, los otros cuadrúpedos se cuidan de salir, y el ambiente todo huele a sangre.

Es el día en que Humpiérrez y Cabudare siguen las huellas profundas, y se miran inteligentemente, porque saben que si rompen la delicada ley del silencio, el poderoso gato se puede amogotar y esperarlos para, de un solo zarpazo, borrarlos de esta madre tierra. Pero intuyen que el verdadero tigre camina dentro de ellos mismos. Que Huele la sangre del otro, escucha el rumor de sus torrentes correr por las venas hinchadas de tensión. Adivina el tenor del músculo cuando señala la dirección que deben seguir. Finalmente aceptan que ese animal que persiguen hace horas que duerme tal vez en frondosa rama, agarrado con las uñas para no caerse, y limpiando con la lengua la roja línea que dejó la savia de su última cacería es ellos mismos. Se detienen al unísono, y cortan un pedazo de tabaco en rollo para masticar ese amargor que no es menos que el que traen en la boca desde que salieron del porche de sus casas. Unas horas en silencio. Una o dos, hasta que Cabudare suelta la verdad sin preámbulos porque ambos saben a qué vinieron:


A mi me gusta la tuya, y qué hacemos- dijo - y le puso la mano al mango del cuchillo.

Es triste- respondió Humpiérrez-… Y justo., porque a mi me gusta la suya también, dijo cuando niveló el cañón de la bácula, presto para regar con guáimaros todo lo que se moviera.

Cabudare soltó la cacha del Solingen alemán afilado. Una hoja de dos pulgadas y media que corta un pelo en el aire.

Esa, es cierto, no la esperaban. Otro silencio convenido para repensar lo que van a decir:

Si es verdad que me gusta la tuya, también es verdad que te gusta la mía, entonces la carga es menor y el compromiso mayor, porque desde este día no habremos de vivir sino para cuidarnos de saltar las talanqueras y sudar amores ilícitos, si es que conservamos vida hasta ese día.

Finalmente deciden. Ambas mujeres valen un mundo para cada uno. Pero, esta volantina es imprevista. Se supone que nunca ocurre que una indiscreción pudiera ser capicúa. Dos direcciones que se encuentran de frente y chocan, pero llevan, qué ironía, el mismo camino.

El verde silencio del canjilón donde estaban les indicó qué hacer. Vieron el correr de los alacranes amarillos con su carga de alacrancitos encima de la espalda. Observaron la calma asesina y pegostosa de la Araña Mona envolver a una mariposa de vuelo errático, que se enredó en la malla de su captora. Escucharon el cascabel de la serpiente que avisaba su paso cargada de mortal néctar, y oyeron el pitido del gavilán que se lanza veloz a aferrar inequívocamente a su presa. Todo dice que es vida y muerte lo que los rodea. Tienen que optar por una de las dos. Requetepiensan en la risa de los carajitos que desordenan todo: la carga de maíz en concha del soberao; las cluecas gallinas que defienden a picotazos los tibios huevos recién puestos; la mansedumbre del gato, que huye ágilmente, pues si lo cazan seguro va a tener al aljibe, nada más que para verlo nadar odiosamente hasta la orilla porque saben que los mininos detestan el agua. La fidelidad de los perros que soportan todo maltrato de los niños para tenerlos contentos, que no perdonan y lo enloquecen no más que para reírse. El galope del caballo manso, con los pirulitos encima, que se cansan de darle fuete y que el bicho no resiente pues no quiere quebrarles el pescuezo porque, bruto y todo, sabe que son niños.

Son vidas que dependen de los cuatro. El gato, los perros, los caballos, la mata de Grosella, el jobito agridulce, los peones sumisos, los hijos de los peones que cabrestean el ganado, las mujeres Ana Coromoto y Luisela, y ellos mismos, responsables de la armonía que los circunda. Tasajearse o balearse no es inteligente, al fin y al cabo ellos no deciden quién se enamora de quién.


Me gusta la tuya, te gusta la mía. Vamos a verlo desde la otra acequia. Monte caballo que vamos pa`llá.- Dijo Humpiérrez-.

Esa noche fueron diáfanos ante las asustadas mujeres. Que bajaron la voz, que decidieron ser valientes ante la sinceridad forzada de sus maridos, y audaces al revelar, “desde la otra acera”, gustarles el otro, el de la comadre, y que dios me perdone.

No solamente pecaban ellos, sino que ellas también, chamuscadas, andaban de fogajes concupiscentes… A la una le encantaba el marido de la otra.

Luego de medir, en el monte cerrado cuánta sangre podían derramar, y ahora entre cuatro, jurar que ninguno había saltado las tranqueras de la decencia y la mesura sexual, llegaron a decidir sabiamente, parece, cambiarlas. Tu te mudas para acá, y ella para allá. Las mujeres se miran pidiéndose perdón, pero contentas de despojarse de tánto peso. Inteligentes siempre, mantuvieron discretamente sus impulsos contenidos en breves conversaciones que revelan el grado de cada hombre desde que se quita la guardacamisa para lavarse el rostro antes de comer, al que llevan la toalla para limpiarse el jabón de afeitar, hasta que lo montan entre sus piernas para olerles el caldo salado de la piel, escucharles el resuello, y abrazarlos fuerte cuando lagrimean placeres solo para ellas. Sus hombres que son correctos, cumplidores, caballerosos, buenas gentes que saben amar desde que los conocen. Mi hombre solo puede ser, aparte de mi, para una mujer como tu, prometen. Si duermes con el mío, y afincas sus costillas en tu vientre, si lo sorbes lengua a lengua, me contenta, hermana y siempre hermana, porque es tánto el amor que le darías, que basta para alcanzar al que le he dado yo. Con las manos agarradas, y la cabeza baja escuchan el nuevo estamento nupcial:

…Y mantenemos nuestro compromiso, dijeron, de cuidarlas hasta que la muerte nos separe. Si vamos a vivir este doble intercambio que sea como dios manda, y los votos que hice de protegerla en vida y muerte-dice Humpiérrez a Ana Coromoto-, en ausencia y presencia, en salud y enfermedad, juro mantenerlos para usted- le promete a Luisela-, que hasta hoy duerme a la vera de Cabudare, y desde hoy calentará mis sabanas y enfriará mis pesares.

Y Juran.

¿Y los muchachitos?... Igual. Un ahijado es como un hijo, y viceversa. Démela con criatura y todo. Yo le crío el suyo, y ustedes crían la mía, compadre.

Esa noche del comienzo, las cosas asumieron su nivel. De aquél lado la tentadora cintura de la comadre se estremeció al ofrecer sus caminerías al impetuoso viajero que la procuraba. De este, la mayestática Luisela se entregó al macho que le gustaba. Se hizo plebeya con gusto, sin evadir la soga ni la gurupera de su portentoso jinete, que tasajeaba sus ijares, hincando acerada espuela entre sus ancas. Gozo en dolor de hembra que resiste dulcemente. Hinca, rompe, duele, gusta. Esperó cada noche entre avemarías que sucediera, pero con látigo de penitencia en las espaldas, porque desear a un compadre es terrible y mortal pecado, se sabe, en La Villa. Ya no. Ese desear es mutuo y la inmensidad del monte sirvió de aliviadero cuando en la madrugada, desnuda, se ofreció totalmente a las fuerzas de la naturaleza, jurando y requetejurando, comadrita, que ni en vida ni en muerte le iba a faltar. Que no es faltar, dijo también, gozarme con la virilidad del que usted eligió como marido, que tampoco lo es más, así como el mío ya es el suyo. Dijo eso y se bañó con tierra, y juró a la luna, y regó con lágrimas el umbral de su puerta, de su alcoba, que es sagrada, dice, y que habita el macho que me merezco. Así espero se sirva usted, comadre, de apreciar al que le entrego.

La otra reposa sus cabellos en las piedras del riacho donde va a lavar sus partes, y enjuaga su risa con el torrente, cuando acepta la decisión del dios sabio de los montes que ordena el cambiar, y que ella acepta. A ese dios inasible que presiente perfecto pero sin nombre judío, ni palestino, ni asiático, ni alemán. Mucho menos de resonancias de selva guayanesa que pudiera denominarlo con los nombres de esta tierra. Un dios que es parte del universo todo y no negro ni blanco, y tampoco mezquino, a ese le pide no me separes de mis hermanos ni siquiera cuando tenga que reposar en dulce tierra. Que aún así deseo estar cada día de mis días con ellos.

Ya se sabe que los días son impredecibles. El que escogió Cabudare para contar el ganado cimarrón era brillante, tranquilo, azul. Desde aquel monte de Mantecos, cima de la colina, sumó hasta doscientos bichos montaraces que no cuentan para los potreros, pero son carne útil para el matadero en momentos de aprovechar su venta. Casi en el borde de la tarde, amparado apenas por las mezquinas hojas de los chaparros vio venir el latazo de agua. Se puso negro de repente y se avino un palo de agua tipo diluvio. Ahí se dio cuenta de que le faltaba la cobija impermeable que lo protegiera del frío. Allí resintió no haberse traído el ron seco para abrir los bronquios y enfrentarlos al aire criminal. Desde allí comenzó el regreso sin sombrero, porque lo arrancó la brisa, y sin protección ante el frío de agujas que es un puñal filoso que corta la respiración. Con la barrera de la lluvia el camino se pierde y hay un peligroso avanzar y recular por el espinazo del monte. Hasta que desmonta frente a la talanquera que lleva al porche de su casa, temblando de fiebre y mudo por la hinchazón de la garganta. Eso y morirse a los pocos días pasó rápido. Una pulmonía violenta que le volteó la piel y lo consumió asfixiado entre calambres imposibles de controlar. Con un vómito de sangre y saliva se despidió mudamente. Cabudare murió en su propia ley: el monte no es de fiar.

El día del entierro de Cabudare, Humpiérrez cargó el cajón desde la casa al cementerio, sin hacer caso del magullado hombro que soportó el filo de acero del catafalco. Lloró en silencio, al rezar oraciones de descanso y agradecimiento. Tuya es mi familia, hermano- comprometió-. Nada les faltará.

…que Ana Coromoto volvió fue cosa natural. Ella y los muchachos que tuvo con Cabudare ocuparon el lado derecho a la entrada de la casa. Un lado espacioso que tenía todo para habitarlo: paredes limpias blanqueadas con cal; alcayatas para las colgaduras de los chinchorros; un tinajero de helechos con una gran piedra adentro que lo mantiene con agua pura y fresca y las imágenes de los santitos milagrosos ante los cuales Ana Coromoto llora todos los días el macho perdido. Pasó meses casi en silencio, yendo a la que fue su cocina para prender el fogón con timidez. Pasando con las bandejas de comida en silencio y detrás de la dueña para poner el guiso al alcance de Humpiérrez que la alienta a sentarse pero ella no quiere. Lleva a sus muchachitos la comida y la pone ordenadamente por tamaños y pide silencio ante la algarabía de los carricitos suyos y de su comadre. Es lógico que las cosas de Cabudare, la hacienda y la cría, la siembra y la cosecha comenzara a manejarlas Humpiérrez que le hablaba de usted y por lo bajito. Ella lo miraba tender las sogas, ordenar las tareas, cortar la leña para los hornos de casabe y mandar una cosa detrás de la otra antes de acostarse en la ancha cama adonde iba Luisela, con cara de gozo.

Mientras tanto su cuerpo se amustiaba sin nadie que lo reclamara. Por eso fue a hablar con ellos y les dijo:

Me estoy muriendo de ausencias. Ustedes me entienden. Espero que comprendan que una mujer no puede dormir en paz sin tener quién la guíe, y dijo “guíe” con la entonación precisa. Humpiérrez,- le mencionó por el apellido, en señal de respeto y distancia-, usted sabe que no soy mujer de soledades. Usted puede atenderme en mis necesidades de sábanas, así como atiende a la hermana aquí presente. No tiene por qué ser todos los días, sino, digamos que una vez a la semana, dos o tres al mes, algo que me permita envejecer con dignidad, sin que mi cuerpo muera antes que yo. Piénselo.

Y lo pensaron Luisela y Humpiérrez, y le dijeron que sí. Desde ese día, el convenido, ella pasaba con todas sus lavativas al cuarto de baño, limpiaba su cuerpo, lo perfumaba y luego, en silencio, se tendía en la cama completamente desnuda para calmar sus angustias, con el hombre con el cual comenzó las mismas felicidades que ahora le faltaban.

Mientras tanto Luisela arrimaba una silla de madera y cuero y se quedaba en la puerta de la alcoba, vigilante, callada, conforme.

Rezaban juntas y hablaban de todo, pero Luisela pudo observar cómo le crecían las ojeras a Ana Coromoto, cómo se iba secando, cuánto se aplanaron sus senos antes enjundiosos, y las manos se le enmohecieron para, incluso, las tareas más sencillas.

La está matando la tristeza, supo.

Y de nada servía que Humpiérrez la amara más. Que la dejara dormir con ellos allí, abrazando el retrato de Cabudare. Que la dejara reposar sobre su pecho, y, entre él y Luisela, secarle lágrimas incontenibles.

En las mañanas la besaban ambos con delicadeza y no te levantes que no hace falta. Pedían a los niños que hicieran silencio que la tía está malita, y le dejaban la puerta entreabierta para cualquier cosa. Pero no, que el espíritu de Cabudare se la está llevando, que la malea, que la reclama, que la busca. Y ella, entre aullidos apagados le contesta que sí, que la espere, que pronto cuando los niños terminen el año escolar entonces sí que se va donde él.

En algunas noches se recuesta de las baranditas de hierro cromado del recordatorio que hicieron para Cabudare. Les pidió que trajeran sus huesos para enterrarlos bajo la mata de Alejandría, que aquí está fresco, que allá lo maltrata el sol. Que pidieran permiso a la municipalidad para enterrarlo cerca y así ella poder reposar viendo su tumba y repitiendo su nombre, se lo ruego compadre.

Y se lo trajeron. Esa noche ella estuvo allí sembrando rosales e ixoras. Acomodando su retrato y escribiendo con su dedo te quiero te quiero te quiero mientras lloraba sin lágrimas. Desde esa noche tampoco volvió a la cama de Humpiérrez y Luisela, porque me consuelo pensando en él, que lo siento llegar hasta mí todas las tardes, y duerme conmigo para darme solaz.

Que comenzó a hablar sola y a responder preguntas de un compañero imaginario se hizo natural. Sabían que, de un modo u otro, Cabudare la estaba visitando desde el más allá, o lo que mencionan como tal. Que a ella le gustaba su extravío y era felíz con sus alucinaciones, estaba bien. Lo único molesto y se lo dice comadre es que no se traiga ese frío tan berraco cuando viene, que eso hace mal a los niños. Escuchaste Cabudare asintió de inmediato Ana Coromoto, agradecida de que no la rechazaran por loca. Pero desde esa tarde nunca más el frío llegó cuando ella decía buenas tardes Pablo.

Cada uno de sus actos preparaba lo inminente. Ana Coromoto se quería como morir.

Humpiérrez y Luisela entendieron. Por eso la dejaron preparar su mortaja tranquilamente. Luisela ayudó a escoger el tafetán blanco del forro de la urna. Humpiérrez encargó una corona con el nombre de Pablo Cabudare amante esposo y Ana Coromoto de Cabudare, fidelísima hasta en la muerte. La ayudaron a despedirse de los niños, estuvieron contritos cuando ella les ordenó reconocer a Humpiérrez y Luisela como sus padres, y la abrazaron fuerte para decirle adiós. Ana Coromoto respondía así al reclamo de Pablo y decidió emprender viaje para reunirse otra vez. Inobjetable. Ni suicidio ni abandono. Emprendió el viaje de regreso a su dueño.

Pero los visitaremos, hermanos. Que eso que llaman muerte no es tal. Aquí estaremos cuando nos llamen, o vendremos si gustamos. De recorrer el abecedario infinito, de cabalgar estrellas fugaces, de airear los lamentos, de florecer en los araguaneyes de mayo y empaparnos de los aguaceros filosos…de todo eso escaparemos para venir a verlos. Es una promesa.

Humpiérrez y Luisela también se lo exigieron. Que una muerte no es tal muerte sino el viaje de regreso hasta el sueño, dijeron, sin renunciar a ti, que no es posible, Ana Coromoto, llévate y que me perdone Luisela, la verdad de que te amo por siempre.

Al llevar a la iglesia el catafalco, a diferencia del de Cabudare era liviano. Como a las mujeres no se les permite ser cargadoras en los entierros, Luisela se conformó con agarrarse de una de las esquinas, silenciosamente, pidiendo no me abandones hermana, que te quiero.

Días duros, pero siempre impredecibles. En esa quietud de los amaneceres, y la pesadez de las caídas del sol, se extrañan a los hermanos, a los amores. ¿Qué cuánto será de oscura esa urna? ¿Qué dónde andarán sus ánimas?...Que no te olvido hermano, que no te olvido mi amor, recordaron e invocaron a toda hora todos los días.

¿Entonces, por qué viene a ser raro que los fantasmas vivan con ellos? De una vez comenzaron a quedarse, a no querer cabalgar relámpagos, a no alejarse de sus querencias, y sí a asistir puntualmente a la colada del café madrugador, a la bendición papá dios te bendiga, y a vivir en presencia, como formas incorpóreas, para siempre, con las personas que aman.

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