sábado, 6 de marzo de 2010


Arcángeles y Ángeles Muertos

Mi Alma:
Como tu bien sabes yo siempre he sido fan del Grupo Rajatabla. En tiempos, por allí en los Setenta y Ochenta del siglo pasado, y hasta que me mudé para los arenales que ahora habitamos, todos mis sentidos de actor y director se llenaron viendo lo fantástico que era y lo inimaginable que lograba El Jiménez (así le decían con evidente desprecio para ocultar la envidia) a Carlos María, el director del grupo.
Carlos era un Arcángel.
Y sus actores, los que recuerdo: Pepe tejera ( muerto por ya se sabe qué), Daniel López ( con ocho operaciones por aneurismas en el güiro), Javier Zapata ( muerto también por el mismo ya se sabe qué mortal que abatió a Pepe), Jorge Luis Morales ( también “ ya se sabe”), Francisco Paco Alfaro, no muerto, gracias a dios, junto con Pedro Pineda, Miriam Parejo, Joseíto Jiménez, David Blanco, Maria Brito, Benigno Acuña, Robertico Moll, la bellísima Fanny Arjona, y otros que se me olvidan porque quiero, más nada, son ángeles que subsisten a la ausencia de Carlos.
Carlos es ahora un busto de bronce en la entrada de su mausoleo, para los que no lo conocieron.
Para otros, como yo, Carlos en su muerte, es la mayor desgraciada ausencia de las artes de nuestro país. De eso hace ya unos cuantos años, suficiente para acostumbrarnos, pero no. En todos estos años su escuela, su grupo, su trabajo se ha ido desvaneciendo poquito a poquito cada día, sin faltar ninguno al acto de su crucifixión. Casi pensaría, pero no me atrevo, a sospechar que los están demoliendo, así de simple, como para hacerles pagar lo magníficos que fueron, y que todavía, en la pobreza de su desamparo, son.

Ahora hace una falta que no se puede medir con las manos haciendo triángulo, donde cabe un buen pedazo, hacia el cielo; ni poniendo el dedo delante del sol, ni soñando nada de nada. Sencillamente hace falta porque él si hubiera sabido enfrentar la crisis, los demonios, las brujas que asolan al teatro venezolano.
Hace apenas dos días, Mi Alma, mi amado amigo Germán Mendieta (ese día nombrado premio municipal de teatro por su personaje de El Coronel, en la vainita esa de García Márquez versionada por El Giménez), condiscípulo de la Escuela de Teatro donde aprendí a meterte esos “cachos”, a disfrazarme y fingir solo para que rías, me invitó a verlo actuar en las últimas presentaciones de la obra. Le dije que sí: Germán anda hace unos años contagiado de “ya se sabe qué”, por lo que cada día está más flaco, más pellejudo, un poco más cerca del otro lado. Lo abracé con sinceridad porque estoy seguro de que no volveré a verlo.
Ya te explico.
Me quedé en el foyer de la sala. Para recordarme a mi mismo como cuando hace más de veinte años, formé parte de ese grupo grande de artistas jóvenes que buscaba un lugar en el foro para hablar. Allí me pude vernos. Si leíste “me pude vernos” no es por error.
Dije me pude vernos, porque son ellos los mismos personajes que fuimos nosotros. Algunos con ojos pelados de asombro al darse cuenta de que “los grandes” me saludan con afecto y respeto: igual sentía yo cuando entonces ayer alguien llegaba a ser tratado con tanta confianza por “los consagrados” enfrente de mi.
Otros consumiendo sus escasos cheles tomando cervezas, comiendo “pepitos” para aplacar el hambre de esta noche, porque es más importante hoy beber que comer: para el mañana que está cerca, el ratón, la resaca y el buen gusto que dejan los innumerables cigarros fumados con los cientos de proyectos planteados, junto con las ganas de llegar a ser, muchos se quedan en no llegar, pero sin embargo hablando en voz muy alta de los proyectos. La misma antigua muchacha de manos grandes y toscas, de pelo grasoso y desarreglado cuidadosamente, para que nadie note su pobreza al no ponerse jabones de espuma para el Frizz, ni acondicionadores para darle más brillo y cuerpo a su cabello contando que ellos no dejen de admirarla, dice la cuña en televisión. El mismo negrito Rasta, que se nota es habitante de cerro metropolitano por el barrito pegado a los tacones de sus zapatitos de marca comprado con gran esfuerzo, y que son su máximo desafío a la nomenklatura cultural porque ese si tu puedes yo puedo, significa que pasea su desafío de soy artista y nadie se da cuenta de lo grande que soy y de lo gigantesco que seré, coño, porque son unos gallos (les dicen gallos a los pures cincuentones como yo, bien vestidos y con cara de haberse metido los tres platos reglamentarios del día). El mismo grupo de carajitas de buen culito que pasean su sexualidad con firmeza, pero que sé son frágiles y lloronas cuando les toca un verdugo que las emborracha y les pide ese culito sin compasión, andan allí, oliendo a fragancias de centro comercial y de anticonceptivos disponibles para el día del encuentro con el verdugo.
El mismo artista madurón que busca incesantemente (parece el conejo de Alicia in Wonderland), el reconocimiento montando obras ligeras, porque según él la vaina en el país no está para dramas ni tragedias, y hace unas obritas planas con unas actrices y actores que se comportan como el propio Al Pacino en Cruiser, o más recientemente en esa vaina que hizo con el Keanu Reeves donde resulta ser el diablo y el Keanu su hijo y tal. O la Emma Thompson de The End of Days. O el Dustin Hoffman de Ray Man, o el Marlon Brando de El Tranvía. O los tantos actores equis que la hacen más bien que el carajo a los que uno recuerda cuando otros no. Así los nuestros en su desafío. Pero los respeto. Están buscando su camino, y eso es bastante.
El día se me descompuso cuando vi a la propia Señora Miriam, una buena y ya envejecida actriz, de las primeras en los cardúmenes del grupo, repartiendo unos papelitos impresos en blanco y negro (no se por qué me recordaron los panfletillos que imprimíamos en multígrafo, artefacto que tu ni muchos podrán conocer por ser un dinosaurio tatarabuelo de la moderna HP epson en la que usted imprime sus facturas), con cuidadas palabras pidiendo, más preciso es decir rogando, a los presentes que “entre para que vea la mejor obra de teatro de América Latina”. Cuando llegó hasta mí, por que lo estuvo evitando durante un rato, le dije:
Señora Miriam, cuando esta obra se estrenó en Maracay...
Tu la transmitiste por radio, ya lo sé...-me interrumpió-.
...y con el elenco original- precisé-.
Sí -respondió al dejarme el papelito triste para invitarme a ver la mejor obra de teatro latinoamericano-. Ven, voy a estar en la puerta, y es el mismo montaje. No ha cambiado nada. Carlos lo tenía todo aquí- se tocó la sien, indicando la grandeza del genio imaginativo que creó la fábula, de la cual señaló García Márquez: escribí El Coronel no Tiene Quien le Escriba y solamente llegué a imaginarme los personajes, ahora, enfrente de lo que hizo Carlos ya conozco el rostro, el peso y el tamaño de mis personajes, viendo a Pepe Tejera interpretar con tiesura de espanto a Su Coronel; a Aura Rivas, la resignada y tenaz esposa; al Pedro Pineda tomando un baño en tina del patio de su escénica casa, y a la intensa lluvia conque Carlos creó el imposible paisaje que entorna al Coronel.
Aún estando allí, mirando a la señora Miriam deambular- no es una palabra al azar, Mi Alma-, buscando espectadores empecé a sufrir este dolor que no se me aleja.
¿Cómo es que uno de los actores del Gran Rajatabla tenga que disputarle un espectador a la insignificante obrita escolar que exhiben en la sala anexa?
¿Qué vaina es esta?
...Y luego, Mi Alma, el director. Ahora es Daniel López, mi antiguo y amistoso rival a causa de una novia que yo conquisté y que él, buenmozo más que yo, que tampoco soy feo, no pudo.
El Daniel, antes impecable, con trajes de marca, con garbo, con duende, ahora caminando con un bracito así, como de jengibre le dicen a los que tienen un miembro eschoretado por el puto ACV. El Daniel, ahora desaliñado, con corte de pelo tipo príncipe medieval, parejo y de melena, lleno de canas, con barba de tres días, con bluejeans rotos y desteñidos, con zapatos de goma, diles tenis si quieres, con camisa que huele a vieja, a guardada, a “veintiúnica”, hablando ralenti, para decirlo con término teatral. El Daniel, que recitó los versos de Segismundo, en La Vida Es Sueño, con coraje y fuerza porque se los aprendió obedientemente y con maestría para convencer al Carlos de que podía hacer ese personaje. El, Daniel, con ocho cortadas en el cráneo es el director repositor de la mejor obra de teatro latinoamericano.
El, Daniel, que por sus ocho rajas en el coco olvidó leer. Extravió las letras y solo reconoce símbolos: sabe que es pepsi por el logo, Polar por el oso, El Coronel, por el afiche de cuando él fue uno de los actores-personajes.
El, Daniel, bendito sea, recuerda la obra completita. La pudo recrear como hizo su Arcángel cuando la ideó.
Entonces me quebré. Rodé. Mis lágrimas, que guardo para llorar a mi inolvidable hermano Hildemaro, que conservo para dárselas a nuestros hijos cuando me emocionan, que escondo de miradas no confiables, se me vinieron de a chorro.
La chorrada de silencioso llanto fue por andar viendo a los ángeles de Rajatabla arrastrar sus vencidas alas.
Manantial de lágrimas al imaginar al Carlos fulguroso en cualquier lugar del universo, desatando su genio de tormenta, su equilibrio de taumaturgo, su energía toda para reclamar el trato que se le propina a sus huérfanas cohortes, que no lo merecen.
Ni el manso Paco Alfaro, tan Héroe Nacional de Dürrematt; ni Fanny Arjona de Martí, La Palabra; ni Pedro Pineda de A La Diestra de Dios Padre; ni los muertos por “ya se sabe qué”, ni a los vivos, existiendo sin existir por la falta de Metratón, del Arcángel que se peleó con la Sombra de Jehová para mantener su existencia y no ser condenado sin oponerse.
Por eso me vine huyendo. Hasta hoy esa frase tan manida, “salí huyendo” no tenía gran significado para mi. Me parecía una palabra de falsa literatura. De novelón dramático, pero es la única, Mi Alma, que refleja lo que hice...Salí huyendo y no volveré más. Salí huyendo, resentido, abrumado, triste, compungido...

Por la muerte de Carlos María Jiménez.

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