domingo, 7 de marzo de 2010

Pastora y su Lobo de Montaña


PASTOREO CON LOBOS DE MONTAÑA


Se puede llamar subida a los frescos caminos que van a la montaña donde está el pueblo San José de Aerocuar. O bajada. Hay una que lleva directamente hacia el penumbroso y escondido caserío Lomas de Marín, en donde habitan no más de doscientas personas nervudas, esbeltas, muy fuertes y con el típico carácter montañero.

Tierra callada que solo algarabita cuando uno de los suyos sube o baja, y rebota contra el bahareque la voz aguda del pájaro carpintero.

Las palabras de su jerga apenas pasan lo elemental. Para el lugar el silencio es la norma, y si acaso necesitaran hablar unas pocas más, omitirían la necesidad. Se conforman con su conocer de lomos de serpientes, su ciencia para mimetizar Calas entre Cacaos olorosos, y vivir pasiones con la conformidad del que se sabe parte eterna de las arenas de aluvión.

Dicen estar hace ciento setenta años habitando ese villorio sinuoso. Pero no pueden precisar cuándo se hizo monte el primero de ellos, que vino a comenzar una historia de mar, montaña, contrabando y alambiques. Allí la caña de azúcar cambió a cacao, y la economía de silabario se hizo mudez frente al extraño. Pero quedó agazapada para desatarse al calor de los fogones, donde transmutan la semilla en alcohol anacoreta. Es en esos tragos, que son “sus cosas de la vida”, cuando renacen siempre con el mismo, y a la vez diferente, predicamento. Son expertos para destilar rones y licores de frutas diversas. Se supone que lo aprendieron de sus tatarabuelos filibusteros. Tal vez de ellos mismos les derivó el gusto por la copla lastimera, el cantar arrastrando el sufrir, y los ojos entrecerrados siempre vigilando al horizonte. Trajeron, además de los cantos de velorio y el lamento de las Jotas, el violín, en compaña del buen decir de tonadas misteriosas, que bajaron de los barcos, para meterlas a los hondos recovecos del monte. Durante días celebran a su Vírgen. La suben y bajan en procesiones solemnes y le cantan. Son devotos de María del Mar, Myriam, María, llamada Del Valle para ellos y sus ascendientes. La Vírgen del Valle, Santa Patrona de los solitarios, navegantes y afligidos que buscan consuelo en su majestad.

Son humanos. Juntan amores y odios, pecados y remordimientos anónimos sin pasado y sin futuro. Allí están incansablemente, en largas excedencias nocturnas, erupcionando de calores sensuales por el memorioso abrazo de lo amado. Y cuando la ausencia es larga, el reclamo amoroso sube a la copa de los árboles, desde donde zigzaguea un silbido para apaisar al ovejo que abandonó la alcoba, y pedirle que retorne. Los hombres de esos farallones son obedientes esclavos de sus promesas.

Pero hay uno que quebró las reglas del clan. Uno que no caló entre los silencios. Es el rebelde. El pendenciero. El sedicioso.

Críspulo Marín recuerda el escenario de su montaña, sin que haya duda ninguna al recordar y al hablar

“…cuando mi abuelo se enfermó, yo lo atendí. Me hice cargo de la hacienda que era grande y limpia, con vagones largos de planchas rodantes para asolear la semilla, soberaos frescos, caneyes amplios, tierra fértil, ríos friítos, mesetas planas para darle sabana a las bestias, y sitios en la montaña muy bonitos. Yo era peón, más que dueño. Así estuve hasta que me casé con la mamá de mis muchachos…En una sola familia se convirtió la casa…inmensa…”

Su mirada es la medida de entrada: dieciséis metros. Separados los habitáculos de hombres y mujeres. Es un conventillo la vastedad de La Hacienda. En la boca se le enciende un tabaco carupanero cuando de los labios le vuelan recuerdos.


Los castigaban con látigo de puntas de plomo si llegaban a explorar debajo de los camisones de las muchachas.

Castigo que no quiso evadir. Le importó un carajo el vergajazo del látigo. El iba donde quería, desafiando a los viejos punitivos de la aldea. Exploró con ojos y manos, ese y cualquier otro territorio campesino. Indagó, observó y descubrió cuanta cosa no tuviera explicación directa. De todo preguntaba, a todos interrogaba, alumbrando la oscuridad que lo separaba con definidas sombras del mundo de hombres, niños y mujeres en esa alejada montaña. A los otros carajitos ni siquiera los dejan llegar a la cocina.

A él no. Impuso su entrepitura con gracia y pertinencia. Hacía los mandados velozmente. Ayudaba en la molienda del maíz en concha, cernía el café en granos para colarlo, echaba cuentos graciosos, y respondía con un “si señó” a todo lo que le pidieran. Sin pereza, sin remilgos. Más bien con alegría plena. Era un habitante continuo de la cocina y de otras dependencias prohibidas para los demás. Se acostumbró a escuchar a las mujeres. Las entendía en sus maneras y siempre fue buena compañía. Era huérfano y felíz. Nunca se le dijo el nombre de quien le hizo el favor de engendrarlo, aunque en un sitio como ese todos son un poco hijos, un poco padres. Por eso no hizo falta. El abuelo por línea materna, severo y evasivo, lo trataba como a una pequeña molestia.

…Recuerdo que me trajo un dulce (casi ríe). Yo estaba en el fondo del patio. El me llama: ¡ Puchuruco!...Te traje un libro. Te traje un dulce. Vas a estudiar.
Yo sabía lo que era eso. Te ponen a estudiar y, si no aprendes, te arrodillan encima de granos de maíz, de guijarritos o lo que sea, con una piedra en cada mano, extendidos los brazos, en el centro del corral, bajo pleno sol, hasta que esos muérganos quisieran. Eso sí es castigo. Después me trajo un cuaderno de caligrafía…Por eso aprendí a medio leer, a medio escribir. Para que no me crucificaran de esa manera.

Y junto al libro y el cuaderno, el trapiche, el alambique. A las cuatro de la mañana encendían el mechero, y la muela arrancaba a triturar la fruta. A esa hora un “guarapazo” fermentado en húmeda madrugada de montaña, te lleva derechito a comprender qué es la vida.

“…el viaje a Carúpano duraba casi todo el día. Salíamos de madrugada, para regresar tarde en la noche, si no llovía (siempre llueve en la montaña). Eso es una molienda de hombres. Cada horqueta de los árboles parece una julga. Te persigue la forma de la julga por todo el camino escarpado y pedregoso que haces en silencio, sin más amigo que una bestia de carga…, otros como yo me esperaban en Cumaná.
…Vamos a echarnos unos palos. Y yo iba. Rajuñaba un cuatro para cantar. Un día, dos días, tres días…o más. En la hacienda que esperen. Estaba yo ocupado. Ahí fue que conocí de mujeres. Unas que llegaron de Trinidad, prietas, nalgudas, tetonas, sin amenos de cariño. Te daban de todo, cuando tu pidieras”. Recuerda.

El humo del tabaco forma figuras de mujeres cantando con esa bocota abierta y roja, con esas caderas armoniosas, con ese culipandeo de negritud desbocada y gozosa, que nadie en sus cabales puede esquivar. Tampoco él, lo libre dios.

Para aguantarse luego los desbordes del reproche: irresponsable, manirroto, indolente, descarado, ¿qué más?…Así un año tras otro, pero no le faltó la plata del negocio.

Sus reales vinieron completos, patrón. Me bebí la parte mía. Cuente y verá.

Por eso siempre lo contrataban. Era medio jodedor y camorrero, es verdad. Jugador de Truco y Ajilei, dicen bien. Enamorado y parrandero, es cierto. Pero ladrón no. Todos lo saben.

En asuntos de hembrerías y cachondeos, Críspulo Marín es el candado roto de las talanqueras del clan. El escapa de sus leyes de silencio y soledad. Quiere beberse el mundo entero de las costas de Cariaco y Paria. Quiere quebrarle las canillas al viento del Atlántico. Quiere enamorarse en todas partes del Mar caribe: en Margarita, en Coche, en Los Roques., en las playas de Güiria, en los cerros de El Pilar, en las galleras de Chuparipar, Pico El Muco, y cualquier charamizal donde se oiga el relincho de la risa mujeril. Allí va él cantando coplas como María, María, te estoy llamando, María., oye mujer si no te has cambiado el nombre…Decía ser felíz y certero. Que ninguna mujer lo sometería a ese martirio de no darle la cosita, como dicen los orientales del país. Sabía, como todo el mundo, que “eso” hay que pedirlo, que no se sabe cuándo te lo quieren dar. Y no se equivocaba.

Tan falto de “eso” estaba él, como de unas monedas las mujeres que se vendían, o se regalaban, lo que fuese, que entre esa miseria que azotaba a todos, a cualquier oferente que pusiera un plato caliente en la mesa, que llevara ayuda para espantar al hambre había que agradecerle, y como por allí la plata no abunda, ¿con qué pagar esos favores?,con “cosita”, claro. La familia, si es que entiende, se hace la lomo de baba, y con esa simbólica antropofagia, se comen a la muchacha viva, que se sacrifica para darle de comer al resto de la tribu. Eso es ley entre los miserables. Y los machos de por allí aprenden rapidito a imponerse a punta de regalos, de adulancias y de bragueta. ¿Y las víctimas?...Eso no cuenta. De entre los famélicos hombres de esos predios, de esos gladiadores vencidos antes de pelear, no había mucho para escoger. Si mas bien los puteadores como Puchuruco, Roque, Alexander, eran un bálsamo gozoso para esas muchachas tasajeadas por las espinas de los matorrales. Y antes que darse a un babieco relentón, resultaba mejor revolcarse con uno que, al menos, traía noticias, novedades, reláficas graciosas de las gentes, de las calles, de los mercados playeros que abundan de hechos, personajes, situaciones. Que traían, por lo menos, el retumbo de sirenas de barcos que zarpaban o llegaban a las ensenadas de los golfos. Junto a ciertos otros sabores. Porque Las Trinitarias eran de la mala vida, es verdad. Pero esas negras cabalgaban desbocadas los espaldares de las camas de madera. Gritaban y hacían gritar a los hombres. Bebían ron, bailaban rucaneao, cantaban calipsos de doble intención, cocinaban ricuras: roties, jaleas, ensaladas de mango verde, arroces en guisos increíbles, pescados en pulpa de tamarindo, carnes y miles de vainas mas., y al “hacer cositas” jugaban magistrales con el desespero., eran miel y sal para los paladares de quienes las tomaban, y luego de cada jornada de sábanas, les dejaban alguito para que llevaran a casa. Y ese alguito los hombres con mucho gusto se lo traspasaban a sus mujeres. Que lucían felices, atendidas como debe ser, plenas, rebosando sexo luego de practicar nuevos derroteros que las veteranas cuestionaban con un “ay, manita, qué horror” si llegaban a enterarse. Por eso más que un negocio para matar el hambre, venderse a los viajeros también era una forma de explorar placeres en esos montarascales olvidados en los mapas de Venezuela. Puchuruco, capicúa del gozo, aprendía y enseñaba, iba y traía, y las mujeres sabían que enredarse con Puchuruco era magnífica rochela de amores y sensualidad.

Pero, para terminar sus jaranas, apareció un muro de roja navidad. Isidora Mijares, apodada La Pastora. Mimeteada entre la lluvia y el barro de Diciembre, es una visita que nadie ha visto pero dicen que es esbelta y suave, sumisa, de negros cabellos, sosegada y murmullosa voz, uñas cortas en manos obedientes y enérgicas. Fresca la risa, con sentido musical que nunca exhibía, sino cuando apenas se le escuchaba hablar. Mujer de montaña que conoce bien los favores del silencio. Mujer con fortaleza de Aceitillo, árbol más que modesto, cuyas moléculas resisten las guatepajaritos, las orquídeas, y otros parásitos, permitiéndoles vivir sin que pierdan su entereza, sin perder la propia, y muriendo cuando tiene que morir.

Críspulo la llora, todavía: “ni yo mismo me lo podía creer. Apenas supe de ella. En cuanto la vi por ñinguitas, un segundo nada más, me enamoré., le respeté sus silencios. Me escuchaba callada, no se reía de mis chistes, ni respondía las zalemas con que la saludaba. Dejé de vagamundear y, apenas terminaba las encomiendas en la costa, me devolvía al monte para estar cerca. Pasaba horas y horas en la esquina, apegado a los árboles, esperando una rendijita para verla, para silbarle bajito y que me diera atención. Ella solamente miraba con fijeza y mantenía el silencio. Era eso lo que me acercaba más. Su dignidad al mantenerse callada. No supe si le gustaba o la ofendía, nada. Era la reina del silencio. Usted sabe que hay vainas extrañas en la gente. Cuando entendí que me enamoré se lo dije, y ella respondió con un invisible movimiento de cabeza que interpreté como que también se enamoró de mí. Su familia vivía cerca. Una familia cerrada, pero, yo fui a casa de su hermano y le dije que me iba a casar con ella. Fue una alegría. Yo no sé por qué se enamoró. Tal vez por mi determinación. Estuvimos casados veinticuatro años.

¿Qué pasó en veinticuatro años? Quizás esa inmutable serenidad mantuvo controlado a Críspulo, ahora llamado francamente Puchuruco (a ella la hacía reír, y Críspulo se regalaba el apodo solo para verla estremecerse de risa). Mientras él hacía los tiritos de trabajar por encargo, Isidora era costurera. Cosía, con paciencia de roca, horas enteras. No la alteraba el tronar de los relámpagos ni la tumultuosa risa de los carricitos, ni las borracheras inofensivas pero escandalosas de Críspulo, y mucho menos murmuraciones de vecinas condescendientes, ante las atrevidas ausencias de su hombre.

Sí, había momentos en que se alteraba: el día en que el viejo Mijares llevaba los arconcitos en donde guardaba billetes y monedas para que ella los aplanchara y secara, pero mantenía su silencio guardando estricto orden, y controlada por la mirada avara del anciano, que demostró tenázmente su descontento con Puchuruco por haberle conquistado la única hija hembra que, en su viudez, era el mejor semoviente de su hato: la que limpiaba minuciosamente los emplastos de saliva inagotables por causa del detestable vicio de mascar tabaco en rollo; la que cocinaba a golpe de medianoche las viandas para los recolectores de café y cacao que, ya se sabe, se realizan en las horas frescas de la madrugada, a causa del intenso calor de humedad de los cacaotales; la que recogía sus zapatos envueltos en bosta de ganado y los llevaba a la pileta para asearlos; la que calentaba el agua para su tina de madera pulida y calafateada, y ponía el jabón a su alcance, luego de entibiar la toalla, cosa que lo protegiera del reuma y la tos; la que organizaba las finanzas…Ella, la mejor posesión de un viejo miserable, que demostró su furia y mezquindad cortando todos los árboles del pórtico de la hacienda propia porque él “ no soporta a los mal nacidos de un putañero borrachón, aunque sea en el vientre de mi propia sangre., que no vengan a tomar mi agua, comer de mi mano, no los acepto ni siquiera en la entrada, ni descansando un segundo, no los quiero arrimados a mis matas, ni mucho menos guarecidos bajo mi sombra”…

Críspulo Marín lo odiaba a su vez. Y el odio de Críspulo no era por disputar el derecho a que Pastora lo sirviera con más sumisión que al viejo, no. Su arrechera era sincera ante lo despectivo y sangre pesada del vejuco. Por lo retador y mala leche. Más de una vez lo tuvo en la mira para romperle el hocico a trompadas, sobre todo cuando el irritante vejete le enumeraba las obligaciones que “todo hombre con buen par de dídimos debería cumplir”.

…como los que Ud. tiene, don Esteban, igual a los suyos. Por cierto, ¿la buena señora, mi ausente suegra, de qué murió?...Y así le removía ese dardo de Curare, enterrado hasta las cachas en los remordimientos de Esteban Mijares. La vieja se murió de tristeza, amurrungada por un déspota insensible que la hizo trabajar de sol a sol y nunca le regaló un corte de tela, o la llevó a las ferias de Cumaná a comprarse un corsé nuevo, o lavativas para esos días dolorosos al final de mes en cada mujer. Ni sales de olor, ni naftalina para los escaparates en donde guardaba los tres tristes tigres de las celebraciones: un entierro, un bautizo y el 24 de diciembre, trapitos que, de tanto usarlos, ya se les veía el zodíaco y las demás constelaciones de gastados que estaban. Harapos que un día, el viejo llevó a Pastora envueltos en papel de estraza dizque para usarlos, que todavía están para unas cuantas posturas más. Esa vez Pastora y Críspulo se vieron las caras con terror. Era como darle una patada a la modestia con que vivían en la Hacienda de Las Lomas.

Críspulo le devolvió el insulto sacando una manta gurupera para mulas, meada mil veces por las ratas, y carcomida por el hongo criminal de las montañas, y se la ofreció para que la usara su mejor caballo, con la seguridad, dijo, de que un Rucio Moro como ése agradecerá una buena manta como ésta, tejida en los calabozos de la cárcel principal de Carúpano, lo que hace de la cosa algo como de familia, ¿ no cree usted, querido suegro? El viejo cogió el derechazo y escupió a los pies del Críspulo un salivazo de pelea y respondió: ni los caballos ni los hombres de ahora son como antes, cuando eran caballos cojonudos, y hombres con bolas para enfrentarse a lo que fuese.

…Es verdad, le dijo Críspulo. Como también es cierto que de aquellos cuatriboleaos ninguno está vivo, ni tampoco bestias que los carguen. Lo que queda por ahí son unos lagartos lombriceros que no aguantan un par de pingazos de un caga puestos como yo.

Y así, con la blanca lividez del viejo reflejada en la cara, terminó la discusión.

Es que hay hombres para mujeres. Toda la rudeza de Puchuruco era blanda ternura frente a Pastora. El no conocía sino los versos rocoleros de las cantinas costeñas, pero, esos versos muy Toña La Negra, muy Juan Arvizu (la palidéz de una Magnolia invade, tu rostro de mujer atormentada, y en tus divinos ojos, verde jade, se adivina que estás enamorada, se adivina que estás enamorada), demasiado Agustín Lara, él los ponía de tal manera, los cantaba todos juntos, que quedaban de poesía purísima acompañada por una gastada guitarrilla, y la voz temblorosa pero grata de Puchuruco,: “ Amanecí otra vez entre tus brazos, me desperté llorando de alegría, y tus ojos de virgen de medianoche, como un rayito de luna, me iluminaron todo, todo el día…me basta, con un poco de tu amor, dicen que soy un payaso, pero aún me quedan alegrías para darte, chan chan). Pastorita se reía largamente. Se escuchaba por toda la casa su risa escandalosa de silencios. Y Puchuruco la perseguía cantándole versiones arbitrarias de las canciones de moda. Descifraba sus sordos movimientos. Sabía anticiparse y lograba darle armonía. Una estabilidad que ella siempre le supo agradecer. Una manera de amarla inteligente y humilde que liberó a Pastorita de la ira, incubada cuando padeció junto a su mamá el maltrato sádico característico de todos los que, como su padre, se sienten dueños de la mujer, la consideran menos que a una mula, y la usan incesantemente para tareas bastardas y humillantes.


El viejo Mijares nunca iba a entenderlo. La mollera no le daba para asuntos tan complejos. El viejo Mijares solo sabía arrebiatar caballos, desafiar al Mar Caribe para pasar su contrabando, y adular a los jefecitos de comando que le permitían vivir su vida miserable de rabioso bucanero en alta mar.

Esa insania acumulada, cuyo supuesto valor sólo él conocía, fue la que le construyó las puertas de un triste mausoleo que donaron sus vecinos, no se sabe si para honrarlo, o para encerrarlo, no llegara a salirse ya cadáver y seguir jodiendo la paciencia de los de San José de Aerocuar.

Comenzó cuando le robaron un par de baúles llenos de dinero. Plata y oro conseguida ya se dijo cómo. El los llevó a un sitio que, suponía, solo él conoce. No fue así. Hace tiempo lo tenían vigilado. De un modo u otro le habían hecho un mapa de rutinas, y el, o los ladrones, más o menos sabían cuándo el vejete llevaba a enterrar la plata. Esa noche se vino con un par de mulas, solo, por la bajada La Melaza, que lleva derechito al río. Caminó más que nunca para despistar. Siguió las márgenes hasta casi llegar a Carúpano y luego regresó. Tal como pensaba, nadie podría seguirlo sin delatarse. ¿Por qué andaba esas soledades sin más compañía que las dos mulas?...No se sabe. Manías de experto contrabandista que no teme a nada más que no sea resguardar sus pillerías de otras manos tan rapaces como las propias. Lo que no calculó nunca era que lo estuvieran siguiendo al revés. Que ya le conocían el truco y lo espiaban en el camino de regreso y, de forma misteriosa, se iban avisando en qué parte de la montaña venía de retorno. Mansamente lo dejaron pasar. Entre los murmullos de la noche, la claridad de media luna, la tibieza de la montaña, el viejo Mijares sentíase seguro de lograr enterrar las arcas a resguardo de otros.
Lo vieron trabajar afanadamente para meter las cajas en los huecos que, tiempo atrás, había abierto para ese propósito. Lo dejaron devolver y aplanar la tierra, con una pequeña zapa que llevaba disimulada entre el muñeco de la silla y las mangas del estribo.
Y luego, parejitos con el primer sol de la mañana, sacaron los cajones de la tierra fresca, robaron impunemente a un maestro matutero, y le dejaron el hueco vacío en el cual el viejo Mijares vio perderse unas cuantas trapacerías, muchas astucias y todas las monedas de oro y plata que había acumulado en los últimos años.

La sorpresa se le volvió tibiera, fogaje, verraquera, y dolor de cabeza, que lo fulminó en el segundo tanganazo. Una hemorragia cerebral, que vino por un huequito de la arteria basilar, le escanció en la caja del cráneo más de un litro de sangre, un enorme edema que lo pasó al otro mundo sin poder decir un bendito sea dios, sin despedirse de amigos y enemigos, con horrible rictus en la cara que deformó su boca y le dejó babeando la ira, que le colgó de los labios ensangrentados por el vómito rojizo del líquido que se le vino desde arriba hacia abajo, y salió por cada hueco del cuerpo. Esteban Mijares murió de un sólo coñazo.

Pastorita, como siempre, recibió los pésames en silencio.

De allí en adelante todo anduvo mejor. Sin la presencia odiosa de Esteban el caserío se alegró. En los budares se calentaban mejor las arepas. Las ruedas de Carite Sierra, traído de la playa aromaban el materío de alrededor, y hasta los carroñeros parecían haberse sosegado. Pero llegaron los guerrilleros.

Por esos días, o esos años, un movimiento sedicioso denominado El Carupanazo, se había levantado en armas contra el gobierno. Eso no lo saben los habitantes de Lomas de Marín. Lo cierto es que unos cuantos muchachos armados de viejos fusiles de combate habían llegado en cualquier momento de la noche, y se quedaron entre el resguardo precario de los cacaos, y los mogotes de café. Para nada. Las viejas los olfatearon enseguida, y los perros les ladraban impertinentes y repetitivos sin descanso. Los ojotes abiertos de los milicianos, y el hambre, era lo primero que asomaban y asustaba más que los máuseres, KL40, o lo que fuese que enarbolaban dizque para revolucionar al país.

Parecen fantasmas- se decían quedamente en las barras de las bodegas donde se beben un roncito de tapara-, esos muchachos no tienen ni vigor para apuntar con esos bichos tan grandes que cargan cruzados en el pecho.

¿Contra quién es la vaina? ¿ Quién es el nuevo bicácaro de este país?. Mi general se murió hace tiempo, que se sepa.

A lo mejor no se ha muerto. Ya se sabe que los que mandan son inmortales. Toman una vaina que los mantiene jovencitos. Una cachaza que filtran porái, por el carajo viejo.

Los guerrilleros se mantenían alejados. Escondidos (creen ellos), haciendo guardias de doce por doce horas, y practicando paradas militares a las seis de la mañana y a la misma hora en la tarde. Mientras tanto las viejas les mandan su arrume de arepas y de pescado frito puntualmente.

Una mañana, el que fungía de jefe, solicitó una reunión, dijo, con los notables.

La reunión es de carácter obligatorio, con el objetivo de concientizar a los proletarios de este lugar, que ha sido declarado territorio libre, en función de una toma revolucionaria por las fuerzas armadas del pueblo- anunció severamente en presencia de los veteranos montañeses que lo veían como a un lunático-.

¡ Carajo!, ¿será que no les alcanza las arepas y el pescado?...Hay que hablar con las mujeres. A esos muchachos los tiene locos el hambre- señaló uno-.

A mi me parece que es la falta de mujer. Eso es jodido, hermano, todo ese tiempo con el temiguero represado. Eso vuelve loco a la gente - apuntó otro.-

De cualquier manera vamos a esperar a ver de qué se trata el asunto- puso Puchuruco en la mesa-.

¡ Ajá! ¿Qué más? Convinieron. Pero no. Los milicianos, ya mas repuestitos por el pescado, las arepas, y los jugos de frutas frescas, andaban ahora en “la toma y rescate de las fuerzas del ejército de reserva, los modos de producción, las relaciones obrero-patronales” y un sinfín de términos incomprensibles dichos en términos marxista- leninistas, que a ellos importaba muy poco, y que, de paso, no comprendían en lo más mínimo.

¿Que hay que tomar el trapiche, porque somos explotados por el patrón? ¿Pero, bueno, en qué nos está jodiendo Perucho, si más bien todo el mundo le debe a ese hombre, y todavía nos sigue fiando la vaina?

Que los proletarios ( qué significa eso, mijo), debemos tomar conciencia de la plusvalía generada por nuestra fuerza de trabajo, ( plusvalía, qué es)...Yo trabajo si me da la gana, y cuando vienen las lluvias, si no, no hay siembra. Y si no llueve es por que dios no quiere. Y si dios no quiere no hay sindicato ni revolución que enderece el cacho. No les sigan dando sopa de Chipi-Chipi a esos muchachos, que los está fundiendo. Más bien que se casen, o que busquen trabajo en las petroleras, y dejen esa mamadera de gallo.

La reunión, o asamblea, como dijo el miliciano fue motete de una sola voz, la suya. Habló de cientos de cosas: la responsabilidad histórica, el devenir de las fuerzas del cambio, el nacimiento de un nuevo hombre, la patria libre… Horas y horas hablando frente a los Lomeros, y ellos, como si nada. Lo escucharon por mera cortesía y condescendencia. Lo dejaron vomitar toda su revolución hablada. Le dieron la razón cuando la pidió, y levantaron la mano al unísono para votar por una patria nueva. Luego, subieron las pailas al fogón., asaron la carne., migaron arepas y los despidieron con mucha simpatía en las orillas de la montaña. Con cuidado, mijo, no se vayan a esmirriar de nuevo con esa caminadera, y ese bojote de vainas guindando. Vayan a sus casas a saludar a los viejos, y regresen cuando quieran para hacer otra revolucioncita.

¿Y cómo hicieron para liberarse de “la toma revolucionaria”?...Pues, hablaron sinceramente: les dijeron que muy bien. Buen intento, pero, para qué quieren libertar a una pila de viejos que andan mascando el agua, y contando los diciembres que les quedan antes de irse definitivamente. Viejos cansados de vivir que desean terminar sus días en paz, con algo de descanso, con algo de platica para pagar una urna bonita, junto a un velorio donde los compadres puedan jugar truco, ajilei y dominó sin que les falte el cafecito “con picante”, el chocolate caliente, y una que otra galletita con queso para que las mujeres no desmayen en el lloro, y los puedan criticar buenamente. Que las viudas, o viudos se consuelen relatando las pequeñas grandezas de cada día. Osadías magníficas en su diario trajín de gente anónima, y que los hijos los bendigan antes de zumbarlos en los anegados cementerios de las montañas. La revolución es para los que nazcan ahora, que no pasen tanto trabajo como nosotros. Con eso los despacharon.

Inventos de Puchuruco, claro. Sólo un pico de plata convincente como él, pudo elaborar esa reláfica tan efectiva. Además, les dijo, si se quedan tendrán que echarle bolas para ayudar a cosechar el cacao y el café, limpiar los corrales, reparar los vagones de asolear semillas, desparasitar las matas y casarse con estas muchachas que están locas por conseguir maridos que las mantengan.

Eso nunca. Un revolucionario arrecho no se casa ni de vaina. Fíjese en el Ché Guevara

¿ El de Cariaco ?- disimuló Puchuruco-.

No. El de Argentina, México y Cuba, precisó el miliciano.

A ese no lo conozco. Nunca vino por aquí-

Un revolucionario está casado con la revolución, y su única compañía es su fusil y sus ideas.

Está bien- dijo Puchuruco-. Muy bien. Está claro para mí. Que te vaya bien, mijo. El mundo es tuyo.

Luego, el olvido. Pastorita se rió largamente de la travesura de su marido,

¿Y ?- se divierte al imaginar el desencanto del revolucionario-.

También los llevé a las cuevas de los indios, allí donde están las piedras pintadas. Les hablé de los Cumanagotos que comían gente. Incluso les mostré unos huesos viejos de piernas. Les dije que eso que oían de noche (el ruido del viento azotando los techos con horrible silbido), eran llantos de espíritus en pena., y pedí a los muchachos que se disfrazaran de duendes, que corrieran por la montaña imitando los gruñidos de los chácharos: Les conté que esos duendes llevaban a la gente muy profundo al fondo de las cuevas y que más nunca aparecían.

¿Y qué?- Se retuerce de la risa Pastorita.

Se asustaron- dice Puchuruco-. Les aseguré que a esos bichos no les entran balas ni un carajo., que están allí desde antes de los españoles, y nunca se cansaron de comer carne blanca, tiernita, de muchachos como ellos que venían desde pinga amarilla a buscar oro, plata, qué sabe uno. Me miraban pálidos, jipatos del susto. ¡Qué revolución!...Son iguales a los muchachos de uno, gente de pueblo que andan tratando de componer al mundo para que quede del tamaño de sus necesidades. Todo eso pueden hacerlo sin andar resucitando musiúes, rusos, alemanes, franceses. Todo lo que piensan es que el ñere-ñere está mal repartido y que a ellos no les tocó ni mostacilla.

¿ Sólo eso, y más nada?

¿ Qué más, Isidora?...Lo que creo es que andaban de apenitas para salir desmoñados a darse un buen baño y dormir como manda dios. El que estaba de jefe arrugó la cara y dijo: aquí el lumpen está desorganizado y sustenta mitos que la revolución tiene que hacer desaparecer. Es inútil intentar cualquier acción, camaradas, sin antes concientizar al lumpen proletariado como éste, (y me señaló), que subsisten en estado de conciencia primaria. Eso dijo, pero después se veía arrepentido cuando le señalé que mi vida de lumpen pendejo, como él me quiso decir, era una vida útil y que intentaba criar a mis hijos y mantener mi hogar con esfuerzo pero mucha decencia. Que por eso no me quedaba tiempo para ir a echarle plomo a otros lumpen pendejos como yo. Me entendió clarito, y no habló más de revolución, conciencia y tal, sino que le entró duro a la sopa que nos hiciste para esa jornada “de exploración de las condiciones ambientales adaptadas para el proceso revolucionario”

Ay, Puchuruco, no tienes remedio, hombre.

Y así salieron de los revolucionarios. Fácil, utilizando la misma mentira, el mismo mito que ha servido como ariete para derribar empalizadas superficiales de la cultura anémica, mismo educación de aquellos que entran a los montes a enseñar al montañés y, de seguro, casi siempre lo que mejor enseñan es su ignorancia abundosa de palabras. La lamentable ignorancia que los convence de ser salvadores de los que, como ya se sabe, terminan por ser guías y salvavidas de sus colonizadores. Ha sucedido, y se ha repetido, a lo largo de toda la historia grande y pequeña de éste país. Puchuruco lo aprendió en la escuela de los botiquines. Casi todo el que bebe ron, en medio de una borrachera ejemplarizante y confesional, comienza por aconsejar al desprevenido, y de tanto ensalzar su grandeza y buen entendimiento, termina exhibiendo sus miserias. Por eso mismo para estos desorientados salvapatrias, embriagados de deseos de figuración y reconocimiento, tenía que servir la muleta del engaño, y sirvió.

Un engaño infantil, si se quiere- eso lo saben todos los montañeros-. ¿Cómo es que un hombre, decían, que afirma haber sido formado en los conceptos profundos del materialismo histórico, viene a creer en ánimas, muertos ilustres o no, y en ensalmes aborígenes? Dos cosas: o no sabe mucho de brujerías silvestres, o tampoco de materialismo histórico. De una de las dos, o de las dos, los Lomeros se aprovecharon. Frente a cada afirmación rimbombante y farragosa de los muchachos, respondieron con risitas desesperantes para sus adoctrinadores. Los volvieron locos, definitivamente. Les cosieron el hambre y las fantasías con ollas repletas de pescado frito y mitologías de segunda. Frente al fantasma de Marx les opusieron el de los Kariña y Waraos y no supieron los marxistas qué hacer ante la prodigiosa fantasía de los montañeros. Por eso, al final, elaboraron esa salidita airosa para irse lo más pronto, simulando que otras guerras, y otros frentes los estaban esperando. El engaño de Puchuruco atinó exacto al blanco de la retirada. Fue el mejor disparo de una contraofensiva a las historias pretendidamente heroícas de los Mishas, Alexandorov, Natalias, Larishas, Strogonoff, y otros próceres de papel, aprendidas en libros publicados y regalados, por editoriales afines a la vieja Rusia comunista, que enfebrecieron la imaginación de esos muchachos. Tenía razón Puchuruco al diagnosticarlos como gente del común. Gente que, sobre todo, le tiene miedo al azadón, a la chícora y al hacha, instrumentos mucho más efectivos que Carlos Marx, para combatir el hambre en estas latitudes. Además, toda una generación de contrabandistas del Mar Caribe ni de vaina se dejan ensalivar por esos aprendices de encantadores de serpientes. La montaña y sus montaraces seguían, con esa forma tan elemental de combate , su tradición de silencios…

Pero, Pastorita, Isidora Mijares, que nunca se quejó de nada, cambió de repente la faz siempre saludable de su rostro por una amarillenta piel degenerativa. Era un horror verla a la cara cuando se dejaba ver. Los ojos lindos e inquietos se detuvieron. El pelo negro se transformó a marrón descolorido, o algo indefiniblemente oscuro. Se aquietaron sus oficios diligentes en el hogar, y los hijos, los tremendos y rubieros guarichitos se aplacaron, para demostrar su contrición frente al declive de la madre. Puchuruco lloraba recostado de los aceitillos frondosos de las veredas del monte. Las vecinas se santiguaban y enviaban caldos de pichones, emplastos de huevos con hierbas para los parásitos, jarabes compuestos con raíces para la palidez, cogollos de Saúcos, Catuche, Yerba Buena, Menta y todo cuanto era el herbolario regional para ayudarla. Pero nada. Pastorita se estaba muriendo ya.

La diabetes es un enemigo poderoso que se mimetiza muy bien en la gente. ¿Qué va a pensar una sana mujer que esa debilidad repentina, y esos lapsos de somnolencia, esa sed de medianoche y los permanentes labios resecos son las señales de la diabetes miellitus implacable que carcome por dentro y deja sin defensas al cuerpo? ¿Que un insignificante rasguño al picar las vituallas, sacar cebollina de la troja., o una roturita ocasionada por el zapato apretado, luego de una corta caminada hasta la casa vecina, no tiene remedio? Que mata ineluctablemente. Pastorita se iba un poco cada día. Puchuruco aprendió a deletrear la palabra resignación. Con la guitarrilla le cantaba versos propios y ajenos interminables. En las tardes: mujer, si puedes tu con dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar, y al mar, espejo de mi corazón…las veces que me ha visto llorar la pérdida de tu amor. Te miro y pareces dormida, aprisionan tus manos ramitos de Azahar…Y pareces dormida. Y en las noches, “virgen de medianoche, rasga tu manto azul, dame tu tierna boca, iluminame con tu luz…”

Hasta el último día tuvo esperanzas. Ya en agonía Pastorita recuperó su redondéz. Un milagro. En los meses postreros apaciguó sus ojos, acarició mas a sus hijos. A Luis Alejandro, sobre todo, que era el más sensible. A ese le mandó lejos. Que te vayas, que encuentres otra vida, que te alejes, que el monte te va a comer. Que a tu papá no le faltes. Que no se calle nunca. Que mantenga esa gracia, Luis, que yo me voy.


Poco antes de morir Pastorita habló. En palabras extrañas a todo el mundo, desconocidas en su boca, irreconocibles para quien siempre guardó silencio. Puchuruco entendió de pronto lo que decía. De lejos entendió. Entendió que le ordenaba liberarse definitivamente del vaho de la pobreza, que es muy triste, Críspulo. Que impide que veamos el mundo con ojos inquisidores. Que no entendamos de qué estamos hechos. Que no sepamos de lo que somos capaces, y permanezcamos enterrados en estas falsas bondades. Por eso me gustaba de ti tu desafío. Que te atrevieras a irte un poco más allá de Carúpano y Cumaná. Te hubiera deseado Australia que es una isla, conmigo a tu lado. Que hubiéramos ido a Marsella, a Groenlandia, los dos, Críspulo. Entonces yo hubiera puesto peinetas en mi cabello, y hubiera cantado contigo coplas de amor, sueltos los faralaos de mi camisón, y bebiendo un vino que nunca he probado. Hubiéramos ido a París y allí, en medio del barrio latino hablar incansablemente de todo lo que queríamos. Mirar los atardeceres en el Puente de San Francisco., bailar con los negros de New Orleáns, un Jazz melancólico a las puertas de un cementerio lleno de muertos felices, y no tristones como los nuestros. Pelearnos, Puchuruco, contra todos los miserables del mundo para mejorar sus vidas, y luego, meditar en los monasterios escarpados de Grecia, frente al mediterráneo, escuchando las olas batir las rocas, las mismas rocas y las mismas olas que azotaron a Ulises cuando volvió de Troya. Quería, Críspulo, probar manjares de otras tierras: las carnes asadas de los corderos sufíes en los arenales de Líbano, y dormir contigo y nuestros hijos al descubierto en los sabanales de Argentina. Como nunca salimos de estos breñales, amor, entonces lo soñé. Todos mis silencios, amor, eran sueños despierta. Volaba en los aviones de mi imaginación, y compartía contigo los cuplés de las cantantes de zarzuelas en el Liceo de Barcelona. Y en todos ellos, te llevaba a mi lado. Yo, hermosa, tu, obediente de mis desvaríos, comprendías qué sentía Pastorita Isidora Mijares. Esa es la vida que me dí. Lamento que no nos hayamos ido. Pero, así fue como escogí mi destino cuando me dijiste que estabas enamorado. Eras tan indefenso, tan inocente, que decidí casarme contigo para protegerte de la tristeza. Quise que vinieras conmigo para que no contaminaras más tu alma en esos vegueros de muerte infame donde pasabas el tiempo. Me enamoré de lo poquito que había de bueno en ti. De tu alegría y de tu inocencia. Yo, Pastorita, siempre te tuve el ojo alerta para que no te fueras muy lejos. Es que podías perderte, cordero mío, perderte sin saber cómo volver. Ese es el amor que te di. Y el amor que me diste fue suficiente. Llegó hasta donde yo quería, que era el no interrumpirme cuando yo soñaba con esos otros mundos. Eso siempre lo entendiste. No sabías qué era, pero entendiste. Voy a morir no con esta vida, Puchuruco, sino con miles de vidas imaginadas a tu lado.

Críspulo Marín entendió entonces cuál era la causa de tántos y tan prolongados silencios.

Y entonces ya no pensó más en la partida de Isidora, de su mujer, sino que aligeró sus penas, confesó sus pecados, recogió a sus hijos, a una hermana mayor solterona, y se fue lejos, después de enterrar a Pastorita en algún lugar de la montaña.

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