
Francisca Safrisca
Desde jovencita, a Francisca Ponte Alaiza la llamaron Safrisca. Desde que se le ocurrió comportarse como una loca durante su imaginario noviazgo con el italiano bello, bello y maravilloso, como lo describía frente a sus amigas, a quienes intentaba impresionar en esas tardes-noches cálidas del valle donde vivía, y en el que solían reunirse frente a los portales de las casas para redondear las faenas diarias, y echarse los cuentos a los que aliñaban con pequeñas victorias en insignificantes batallas de la guerra, como aseguraban, “por la locha de la leche de los carajitos”. Bello, decía, maravilloso, con unas caderas así de finitas, esbeltas, armónicas, y ese pronunciar de cadencias milanesas que afincaba al decir io non posso facere el amore en la mía machina, Francisca, per que el populo parla molto di lei o io, amore.
Sin percibir el discreto no de prudencia, ni la sonrisa del auditorio, aseguraba que era un caballero, un ca-ba-lle-ro, deletreado con todas sus vocales y consonantes, incapaz de tocarle ni un pelo de la cabellera hasta llevarla al altar, guindada en gancho de precioso galán, a quien no le importaba su escaso metro y medio de estatura y, en cambio ( recalcaba para enviar el mensaje que ansiaba difundir), le celebraba los ripiosos niño, armiño, cariño, de las duerme culebras poesías que cocinaba junto a la melcocha exquisita, saca muelas y durísima, que hacía con disparatado arte para obsequiar a los pobres que, sabiamente, ni así la tragaban. Ah, pero el solo regalar volteando los ojos hacia las nubes, donde está el cielo del que todo lo ve, la llenaba de místicos suspiros, durante los cuales se imaginaba revolcada en la “machina” del italiano, sufriendo sabrosos sacrificios, entregada en la santidad pura del amor al altísimo ( quien vive más allá de las nubes), que la premiaría con hermosos chavalitos tan altos como los unonoventa de su europeo parnásico, perfectos con su educación doméstica compuesta de prosopopeya y rimbombancia al pronunciar buenas tardes con permiso, me puedo comer esta fruta mientras recito poesía de Santiago Shneider; o queridos madre y padre, o mejor, amados progenitores, quisiera ir a pasear por entre los esquifes de la plaza, junto a otros niños que hoy salen a la fresca brisa dominical.
Hijos del jugoso italiano gladiador, soñaba, y de la única maestrita titulada del caserío, considerado por el periódico local como La Atenas del Sur, sin saber por qué, ni tampoco mencionando la cara cruel de La Liga, donde sacrificaban niños que no fuesen perfectos para las artes y la guerra. Eso de Atenas, seguramente fue sacado de algún calendario de estampas, en la que hablaban de cualquier lugar del mundo situado entre El Continente y Mesopotamia, donde creían, el grupo de Francisca y otras gentes, fundadores de La Casa de Las Culturas, no una sola como es razonable, sino todas las que pudieran abarcar, que en ese idílico Olimpo de dioses y semidioses refinadísimos, se comía poesía, se cenaba música, merendaban danzas, y desayunaban teatro: pura cultura ateneísta, y mas nada.
Francisca Ponte Alaiza, como Presidenta Vitalicia, irremplazable y eterna, dada su conexión con las Bellas Artes, manejadas al mayor y al detal, mezclaba la poesía cortesana de Sor Juana Inés, con la mística de Teresita del Avila, junto a los arrebatos de San Juan de La Cruz y Fray Luis de León, que citaba sin orden, poniendo los versos simples de Juana de México, junto a los comentarios de Fray Luis sobre el Cantar de Los Cantares en el mismo saco y a su conveniencia, cosa que nadie refutaba ni de varillas. Como quiera que sea, eran dueñas de una sólida incultura e ignorancia, apenas lloviznada por esas gotas eventuales que Francisca, la de los Ponte Alaiza, asperjaba para descontrolarles su estulticia. Le creían todo, en detalle y en grueso. Menos, qué irónico, lo del noviazgo con el italiano, que sí consideraban algo muy serio y en lo que no se debe faltar ni un milímetro en el camino de la verdad.
Pero Francisca, cada vez mas alborotada por la imaginación, se atreve y relata, frente a la dura e incrédula actitud de sus vecinas, cómo siente la dura virilidad bendito sea, del italiano, que se resiste a pastar en esas praderas, tan tiernas, tan abundantes, tan frescas, El, tan buen pastor, se sabe ya, es fulguroso amante. Pero la discreción obliga a no mencionar esos lances que tantas infelices no saben apreciar, porque prefiere el manjar, manita, para el día consagrado, donde se lo comería todo todito hasta chuparse los dedos. Se sabe, todos saben- señala de sí misma-, que es virgen, decente, complaciente y creyente, que nada negaría al que exige todo, todo, todo, y hay que dárselo porque Belloymaravilloso es el único que sabe tratarla. No como estos gañanes de por acá, sino a la italiana, a la francesa, a la suiza…formas de amor de las que no está al tanto de cómo son, pero las adorna musitando las delicias de un misterioso “beso negro” que parece timbrar todos los sentidos de la audiencia
No se imagina cómo, pero estará preparada para esa noche cuando se lo estampe, porque seguro la engrinchará pelos, vellos, y otras extensiones de la rala peluca natural, y no sabrá ni querrá negárselo. Esa noche, íngrima y sola, se entregará con los ojos cerrados a su italiano, para que haga lo que quiera que por eso, pobrecito, se contiene, solo con el propósito de conservarla in-tac-ta para cuando llegue el gran momento, bendecida por el anilingus.
También cosía incansablemente, como parte de los preparativos al gran día coronado por el beso negro, piezas para vestir: blusas, (que pronunciaba blousses., faldas a la moda con plises., saltos de cama, a los que llamaba negligés., sábanas enterizas y de retazos., fundas., tapetes para almohadones., busacas para cosméticos y cobertores de manos y pies, por si acaso noches friolentas como en los novelones). Todo de Tafetán en colores reglamentarios, que elegía cuidadosamente en la tienda de La Turca Elena, con quien aprendía las indispensables labores de toda esposa, en los días primarios, secundarios y los que siguieran. El Tafetán, la obediencia y el fervor de las instrucciones de la perfecta casada, tenían su recetario de comidas para cuando llegara el belloymaravilloso del trabajo con hambre. Bañado por ella, esponjeada la espalda por ella, limpiados los oídos, peinado, no sin antes calentar toallas para secarlo íntegramente todo: tanto mimo para disimular la necesidad de cuidarse de posibles contagios de la vida no conocida del hombre. Luego, encamarse con el camisón nacarado por encima nada más, lista para ser impregnada de varón, recetaba La Turca, agregando que tú carricita con suerte, debes esforzarte doble para mantener a ese animalón contento, porque es sabido que (no es por ti, pero te calza), la suerte de las feas las bonitas la desean. Y ya que te tocó el premio mayor, con todos sus numeritos, dime qué hiciste para llamar la atención de ese hombrezote, mujer: Y Francisquita Safrisca cuenta cómo enviaba cartitas románticas firmadas “tu admiradora secreta”, tiene muchos tesoros para ti, que te ves con esa cara de cansado, de mal comido, de mal atendido. De vente para que conozcas la tibieza guayanesa que te va a poner a valer, cuando cojas el carril del pueblo y todas, toditas, sepan la clase de caballero que eres, mi alma. Y él que se allega comedido, delicado, tímido cuando aparta los labios de amarronados bigotes al presentir que la diminuta Francisca le besaría así como en yo no fui.
Francisca Safrisca, la de los Ponte Alaiza, también explica a la Turca Elena que belloymaravilloso, un cavalieri, no besa a la novia sin antes tenerla bien acordada como tal con los padres, o en este caso los tíos porque eres huérfana, cara mía ( en su ensueño prefería haber perdido a los padres en baja edad, para haber vivido sola solita en la vida). Y también se encargó de regar que el ca-ba-lle-ro tampoco abusaba de sus ahorros que llevas en ese atadito debajo de tus grandes, cómo te digo, tetas, y que no debes sacar para prestarme porque son tuyos y nada más, y en caso de empréstito serán para la primera cuota del camión con el que comenzaré nuestra empresa de viajes y mudanzas, que contigo a mi lado es un tiro al piso, mi amore.
A nadie le interesaba, pero ella lo propagó: que no, que sí, que te los llevas muñeco, catire catirito bonito, que vamos a ser grandes, inmensos, con un amor como un río que te lleva novio mío con el calor del bohío dulce pájaro en cantío sin nunca sentir hastío contigo mi pío pío, y no largues la risa, catire, que esta es inspiración divina.
Y él, que te creo que eres muy buena, que pareces Edmundo de Amici, o María Montessori, dos buenos de los buenos allá en Italia, bambina, y te recomiendo que leas para que mejores digo, o sea, para que conozcas algunas almas como la tuya…y la obediente Francisquita cruzaba la plaza, viniendo de la bibioteca municipal cargando grossos libros, cuyas páginas marcaba con estampitas de santos.
Ella parecía caer de rodillas, con un ramo de azucenas en el regazo, igual que una lámina de Santa María Goretti ( de los Goretti Carlini, vírgen y mártir de Corinaldo, provincia de Alcona, Italia), cuando contaba que solamente ella, Francisquita, sabía escoger con cuidado el aroma de las galletitas que horneaba los fines de semana. Bendecida y prometida, La Marta del Tomillo, y la yerba buena, La Santa Genoveva de la albahaca, para pinchar las narices de los vecinos con la agudeza del fuego, y la diligencia de una mujercita superior cantando tangos lacrimosos, a veces entonando el Kirye, o ensayando Gregorianos, mientras amasa el trigo Gold Medal empaquetado en porciones de a kilo, etiquetado con una cinderella holandesa o qué sabe ella de dónde carrizo, sonriendo en la fachada, invitando a soñar, y traerlo nariceado por el sabor, ya que se sabe que el amor entra por la cocina y tal. Como La Marta que amó a Jesús en la verdadera abnegación de los fogones, mientras su hermana María Magdala creyó que el amor se ganaba solo con sutil conversación y oloroso perfume. Pero no. Es Marta la perfecta casada. La que obtiene el favor eterno.
Y el beso negro -pensaba temblorosa y herética, pero se persignaba al rezar por el perdón de sus pecados-, la Safrisca.
Y ellas oh ah qué suerte…te besa y te agarra duro así, aunque seas gordita y redonda; y ella, que me besa y deja sin aliento, me pasa la lengua por el guargüero, cerquita de la ausente manzana de adán, y me chupa así, así, así ( es su galleta favorita); y me pone a sudar, a agarrarme de las paredes mareadita, chica, bobita mana, botando los jugos que no se aguantan. Luego vuelo esmachetada a confesarme con la madre superiora que me recomienda cilicio, látigo, penitencia, para contener a esos demonios de la concupiscencia, pero yo no cumplo nada de eso, me da cosita y pena, pero no cumplo manita, porque me gusta pensar en que ese cimarrón rumboso galopa tumbando mis talanqueras, bello, bello, bello…, y ellas que preguntan: dónde y cuando te besa, será en el carro, en la casa, en la sala de muebles de paleta; y ella que no, que en las escaleras de la escuelita donde pasa clases, la busca y conduce hasta el nivel de tres escalones más arriba que él, la amapucha y quiebra los carrieles, jorunga las regordetas piernas, pellizca las empelotadas nalgas, curucutea los botones del cerrado sostén donde encarcela a las lolas inmensas, impolutas, que el italiano le jura son cosa tierna, cálida, cómoda, mammellas de verdad, jugosas y grandotas. Y ella que las ofrece sin ahorrar nada, nada, nada: dale que son tuyas papaote. Dale ahí, ahí, ahí, aaaahhíííííí…
Sin temerle al pecado, porque quiere pecar, pecar con Giácomo. Pecar y follar para siempre. Porque es cosa decidida que ella pondrá los ahorros, su sueldo, las morocotas, los zarcillos, las pulseras, los chelines, medios y reales que guarda en irrompible alcancía, para poner a su italiano a valer. Sobre todo para dar lecciones de superioridad a las vecinas…, que no le creen porque es gordita, y él es belloymaravilloso. Seguramente se pudrirán de envidia al ver que el despreciado tocinito (reconoce su pecado venial de vanidad), se mete un gran bocado en la panza, el dulce fino. Felíz merecedora de un juguete que todas ellas quieren para sí. Claro que les conversa de lo apasionado, de lo tierno, de lo educado, de lo inmenso de su amor, correctamente lascivo porque así lo autoriza la Santa Madre Iglesia. Y recuenta el problemón que tuvo con su domesticada mamá, que arrechera por medio, ha convenido en aceptarlo paseando entre los Jazmines, los Catuches, el Níspero, con taza de café caliente en la mano derecha, y en la izquierda, pan fresco horneado por la cerdita que babea frente a los ñoquis del Giácomo, que, como quien no quiere, gira el carroussel de modo tal que ambas puedan ver el salchichonzote que pende como vara de colgar gatos siciliana, porque de verdad es isleño y no continental, pero habla como los de Milán porque sabe que eso impresiona.
Realmente belloymaravilloso nació en las montañas, bajó hasta el mediterráneo y embarcó hacia el continente donde se hizo ayudante de pastelero, que es cosa natural para ellos que nacen con un recetario bajo el sobaco, y entienden al tiro cómo amasar los Pañuelitos de Manzana, los Pasteles de Queso y Naranja, y cuanta cosa dulce o salada se coma por allí. Tal como en Guayana las mujeres nacen conociendo las sazones del arroz, de la carne salá a punto en los colgaderos, y cuanto les pidan para mangiare, porque les da placer alimentar a sus hombres mañana, tarde y noche, la Turca Elena dixit.
Francisca está decidida a servirle por toda la eternidad, juró, luego de ver a Clark Gable y Vivien Leigh besarse ferozmente en medio de las llamas de Lo Que El Viento se Llevó, afiche que llevó a casa luego de comprarlo al dueño del Cine Principal. Antes lo hizo retocar por el paleta del pueblo, mandando a poner más rojo el carmín de la actriz., más negro el bigote del galán., un toque franci-safrisco en el pelo de ella., más rebordeadas el perfecto inglés del título Gone With The Wind, porque allí se refleja, discierne, la robusta personalidad extranjera del Giácomo que sonríe de medio lado para ajustarse el sombrerito de colonizador., la dulzura de Francisca-Vivien, como ella, emprendedora e inteligentísima, llena de virtudes y esfuerzos, digna de ese arrollador y vindicativo happy end de amor que la estimula. Intenta la esbeltez de Vivien-Safrisca poniéndose una faja mata grasas que le compró a la Turca Elena. Son seís libras semanales y ya está.
Fabula parlamentos increíbles que Giácomo- Clark recita para arrebatarle a Vivien- Francisca los escasos bríos con que decirle no. Ella es Vivien, y sus amigas todas las demás que no podrán quitarle su italiano.
Por eso espera y espera. Acumula despensas para cuando llegue la hora. La hora de la eterna primavera. La hora de comprar el Moisés donde acunar al primer hijo. La Hora de la casita blanca, del frescor en las ramas de los árboles, que huele a Vainilla y recetas de granjerías. La Hora bautismal del primero, preñada del segundo, vestidita con batita rosadita, cual damita primorosa que vive encantadita, princesita en cielo azul. Mientras tanto aprende italiano: tante grazie, para agradecer., ¡pronto!, para el teléfono., Ciao al entrar o salir de un saludo., Stronzo, por si acaso alguno se pasa de confiancita ( no, eso no. No frecuentará albañiles ni otros zoquetes de mal vivir); Bendizione, caro mio, para las mañanas., y todas las canciones de Doménico Modugno, desde Volare hasta Il Amore is Blu, sin faltar las de Nicola di Bari que comienza por Zíngaro il Mio Cuore y termina en Liza di Occhios Azzurros.
Se defiende como es posible, con todos los posibles imaginables del ataque estratégico de las vecinas. Si alguna se pone un fleco demás para llamar la atención del italiano, Francisca acude velozmente a mandarse hacer peinados extremadamente caros, se supone que atractivos, para minimizar el impacto. Aprendió a vestirse a lo Lana Turner, Ava Gadner, Judy Garland., maquillarse a La Monroe., imitar a Grace Kelly en deliciosos conjuntos de vestir pasteles, tal cual los que usó en Cómo Atrapar al Ladrón, junto a Jimmy Stewart. Hasta se aprendió los matices de Sofía Loren, para encontrar que su Giácomo ignoraba completamente los nombres, las películas, los momentos románticos y cualquier otra cosa que no fuese el limitado universo de Amici y Montessori, obligadas lecturas de todo italiano que pasara por la escuela elemental. De ahí en adelante, nada. Pero eso no molestaba su temple de mujer fuerte del evangelio. Mientras menos ilustrado mejor, porque así podría dotarlo del conocimiento de Las Virtudes, de La Palabra, y convertirlo en decente y buen católico, si es que ya no lo era. Se veía a sí misma cual Jane aristocrática domesticando a su Tarzán particular, en casi el mismo paisaje peligroso de las selvas africanas, enteramente mellizas con las amazónicas, cuyos rasgos similares se ven claramente en los regordos árboles de las montañas circundantes del cantón. De modo que cada nuevo desafío se transformaba en una pequeña, pero inolvidable victoria para Francisca enfrente de las vecinas, que día a día se ven obligadas a retroceder ante las graneadas municiones con que Francisca, La Safrisca, se defiende enconadamente de ellas, que pese a todos los esfuerzos no logran captar la atención, ni una ñinguita, del italianote, cada día más gordo, mas repuesto gracias a las viandas opíparas que le ofrece la generosa Francisquita.
Pero el italiano, con Francisca nada. Ni se define ni precisa. Ni sí, ni no. Como andaba de moda la guaracha Cuándo, Cuándo, Cuándo, cantada por el mismísimo Tito Rodríguez. La Safrisca se la pone en el tocadiscos las veces que puede, y clava sus ojos interrogadores sobre los del italiano, que se hace el sueco deportivamente, mientras toma más café y come más bizcochos. A veces ella tarareaba: siempre que te pregunto, que cuándo, cómo y dónde, tu siempre me respondes quizás, quizás, quizás…Y así pasan los días y yo, yo preguntando, y tu, tu contestando quizás, quizás, quizás…
Lo atribuye Francisquita a las intrigas ocultas de las vecinas. Pero, ayayay, por siempre lo defenderá. No coronarán ninguna nadita con el italiano, jura y perjura mientras le pone una vela de las gordas a la efigie de San Antonio, debidamente colgado boca abajo hasta que le haga el milagro y se merezca la suspensión de la pena.
El Santo castigado cumple, como se le obliga, y no permitió que las vecinas de Francisquita la destronaran. Pero, le dejó el castigo: ellas no, pero sí una percusia de Cd. Bolívar ( sobre esa no pesaba el petitorio), que se metió a fondo la mano entre los senos, y sacó una chacarita full hasta la pata de bolívares de Ley Plata 905 de reciente cuño, brillosos y contantes, para pagar a Maquinarias Hans Welle, la tienda mayorista y minorista del alemán aclimatado al Orinoco, situada en el Paseo Meneses, esa bonita camioneta Ford Apache, 1958, de barandas blancas, color rojo cruzado por línea negra y techo amarillo que puso en manos del italianote enamorado, el que ahora se desplaza por toda la ciudad tocando el claxon faraaaaa, fa,fa,faraaaaaiiiiiii… Una Ford Apache potente con capacidad para llevar mil quinientos kilos de mercancía cargadas en El Mirador del Paseo Orinoco hasta La Paragua, última parada de los Pulgueros que traen gomosa Balatá desde el fondo de la selva guayanesa, y venden gramo a gramo a los marchantes que se pelean por acumular el máximo de acopios, pero no llevan chance con Giácomo que, con esa camioneta nuevecita les mete media vara al cambiarles el Pulguo por comida, lencería, plata o Ron, y de paso cumplir con las encomiendas que ordenan para Cd. Bolívar, consiguiendo pingüe negocio en el lleva y trae: cobra aquí y allá. Y lo respetan por simpático, entrador y responsable. Quiere crecer, piensan y por ese camino montado en esa camionetota, va bene.
Es lógico e irrefrenable que los carricitos imaginados y anhelados por la Gordita Francisca nacieran allá, y no en La Villa; que fuesen de vientre de otra y no del suyo, etc. Y que se haya quedado con una berraquera impotente que no puede ni siquiera descargar porque el Giácomo coñísimo de su madre no para bolas y ni siquiera contesta el teléfono y menos los telegramas desesperados que envía con el vente mi amor que te perdono, que tengo el cochinito también full, que quiero que aparezcas para que me salves de la burlita de estas vergajas que se ríen y ríen al preguntarme dónde está mi italiano, mi mediterráneo, mi Milanés y yo tengo que responderles que ya vienes… que andas por Trinidad comprando las telas para los trajes tuyo y mío, con monograma de tus iniciales y las mías, en copas, vasos, platos y tazas, unidos por una flechita sangrante, Giácomo, Giácomo, Giácomo, ma fangulo, farinaiolo, panetieri, mi amore…
Pero nada, que Giácomo no vuelve y por eso Francisca se tira de los cabellos y sufre esas morideras estrambóticas que la dejan exhausta en medio de la plaza, enfrente de donde vive, mientras requetejura que morirá sin su italiano bellísimo que ha sido embichado por alguna de las envidiosas que matarían por verla en desgracia, y que por eso contrataron a una bruja de San Félix para apartarlo, para embromarla, para meterle un demonio en la cabeza que la torna en violenta todas las tardes a la misma hora, ocasión en que obsesionada por esa furia de loca grita y aúlla mientras rompe toda cosa que se le atraviese: sillas, camas, vajillas, espejos, cristales, todo. Entonces su mamá manda a llamar a la Ensalmadora para que rece unas oraciones misteriosas que calman por un tiempo a Francisca, que torna pronto a requetejurar su venganza, a reafirmar su rencor, a odiar a tiempo completo y a veces con sobretiempo frente a las acostumbradas amistades que le preguntan con toda malicia: entonces cuándo, y qué harás si llegas a verlo. Y ella explicando con grandes esfuerzos que ese hombre es decente y que cumplirá su palabra por sobre todo; pero que esa putana no. Que esa ragazza es mala pécora, una traviatta, una meretricce, en pocas palabras, una mujer de la vida que tendrá que pedirle perdón de rodillas por haberse metido entre ella y belloymaravilloso que no es culpable de nada., que allá ella que se mete con hombre ajeno, porque es cosa perdida; que su Giácomo no es capaz de echarle esa broma, y que comprende lo que sea con tal de verlo otra vez.
Con esa esperanza contrató los servicios de un chofer, el único que había en el cantón y se movió hasta Cd. Bolívar, y allí esperó más de un día, mas de dos, más de tres, durmiendo en una pensión de Perro Seco, cerca del buen augurio que supone La Cruz del Perdón, para verlo y pedirle explicaciones, pero sobre todo para exigirle volver y cumplir como cumple un cavalieri.
La mañana cuando lo encontró, brincó los pozos que se hicieron frente al malecón, por las orillas de La Laja, donde negocian bongueros, marchantes, pescadores, artesanos y demás, y llegó con ansiedad que se le ve en la boca reseca, en los ojos llorosos titilando por la incertidumbre, en los dedos dolidos de tánto retorcerlos para disimular, en el vientre fofo y tembleque cuando le dirige la palabra. Una sola: Giácomo. Y se le tira encima, engrapada con dedos y manos, la cabeza un poco más abajo del pecho del hombre, y un par de lágrimas incesantes que le salen no sabe si por alegría u otra cosa, cuando percibe la tiesura del belloymaravilloso que no expresa nada y la aleja con firmeza, con rubor, al percibir que los otros machos muestran una sonrisita burlona frente a tal cuadro de película mexicana.
Scusame, segnorina, ¿ma che fai?
Ay, Giácomo- dice rapidito-, que te comprendo en tus necesidades de varón al negarte mi virtud, mi virginidad- lo dice entonada para que escuchen-, tu eres hombre y necesitas desahogo. No hay problema. Regresa a cumplir tu palabra. Te perdono, amore. Vuelve a tu casa, tu pueblo, tu gente.
Pero Giácomo la lleva un poco más adelante. Amenaza con gestos obscenos a unos y otros que le gritan coño italiano, eres un verdugo. La esconde entre la raja de la piedra. Le dice:
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¿ Quale Compromesso, ragazza?- dice con lenta lástima-. Che io sepa so únicamente amiguitos, conocidos. Dime: ¿ti he solicitatto che seas la mía novia? ¿Me he comprometido en algo, ridícula? ¿Per che la arrivata a facere esa peliculina frente al popolo?
Claro que somos novios, ragazzo- le contesta la temerosa Francisca. Tú fuiste a mi casa. Nos besamos. La gente nos vio y sabe lo que somos. Entiendo todo, mi amor. No te preocupes. Nadie se meterá contigo.
Que yo sepa nunca la he besado, ni mucho menos, segnorina…
Pero- señala Francisca, al levantarse el vestido-, me tocaste aquí, aquí, aquí y me gustó- no le importó enseñar las bombachas, e ignoró los silbidos de pescadores, marchantes y curiosos-. El italiano hacía esfuerzos desesperados para bajarle la falda, y taparle los genitales.
¡Ah, la tocatta!- exclama confuso-. Ma, pero ciertamente eres putaza, gorda. Recuerda los gemidos y la meneatta. Sí estás loca porque te “peinen”, pero eso no es conmigo. Quiero que entienda, segnorina que nadie sabe de eso, y claro que nadie lo sabrá. Frente a La Villa usted sigue siendo virguita. Non preocupare.
Giácomo regresó al grupo, que luego del revoltillo y los chistes a propósito de La Gordita desesperada hicieron, continuaron acordando sus negocios. De vez en cuando volteaba a ver a Francisca que entre la fisura de la piedra se pasó el resto del día hipeando, moqueando, con su ay dios mío en la boca sin parar, hasta que en la noche cálida y húmeda de orillas del río soltó el último aullido, y embarcó lo poco que había llevado con rumbo al sur, maldiciendo ahora la maldad del italiano.
El retorno no fue fácil. El peinado Jayne Mansfield que ostentaba se había convertido en lacios cabellos desordenados. El tinte desapareció y reveló las raíces del teñido cabello. La exagerada y cuidadosa pintura de labios, junto a otros perendengues coquetones, amustiaron repentinamente. De ellos quedó una triste gordita amarga y decepcionada, que pasó por el centro de La Plaza más encoñada que nunca por las burlas y el cotilleo de las fulanas abiertamente punzantes. Aguantó con todo y no se amilanó. Pero en las noches imaginaba puro veneno, vitriólico, o indeleble, para hacer desaparecer al italiano que, en sus sueños, a última hora se arrepentía y pedía volver, pero ella condenaba definitivamente a morir.
Cuando le preguntaban por él se desmayaba. Se tornaba catatónica, rígida, momificada, y así quedaba hasta que el o la impertinente se iba. Claro que nadie quería ser causa de tal situación. Sus amigas, si se les puede seguir denominando como tales, ya por la segunda mudez se pusieron de acuerdo para no mencionarlo más. Y los desconocidos que sabían de la reacción, para cuquearla le gritaban dónde está el italiano, pero ella se hacía la sorda negándoles el placer de verla rodar. Con el paso de los meses se olvidaron todos del asunto. Francisca logró callada victoria dentro de tan bárbara derrota.
Luego de un año exacto, una noticia mayor la reanimó completamente: al italiano lo mató una serpiente de cascabel cuando le pisó imprudentemente el nido. Se bajó a orillas de la carretera urgido por vapores y sudores inequívocos. Voló hasta detrás de unos árboles inmensos, lejos de la vista de algún eventual espectador. Aflojó la correa que lo apresaba, y se agachó ciego de urgencia encima de una respetable culebra que dormía amogotada e inocente del ataque inmundo del cual sería objetivo. Respondió al asalto con velocidad. Lo inficionó certeramente al pescarlo indefenso, con los pantalones abajo y el rollo de papel aferrado, rojo por el esfuerzo de expulsar la postrera comida que masticó por la mañana en la carretera. Se dice que le clavó los alfileres en el mero centro del hopo. Sin embargo el italiano manejó completamente intoxicado hasta la siguiente parada, en donde a nadie pudo explicar dónde estaba herido, y claro, cuando llegaron a entender la clase de puyada, no hubo quien quisiera extraer el veneno chupándolo, porque, vaya, el sitio es algo inaccesible, aunque eso no fue lo que adujeron. Cuando al fin encontraron a una prostituta arriesgadísima que exigió al herido una suma exorbitante, que el italiano accedió a pagar, entre vómitos de sangre, ya no quedaba tiempo para salvarlo, porque ipso facto esparrancarse, murió. No obstante, a la exigente meretriz hubo de pagársele porque arguyó, y con razón, que cumplió su deber, y en última instancia, en caso de ser necesario estaba dispuesta a mamarle el culo al mismísimo cadáver, o a quien fuera, por esos cobres que mucho le hacían falta. Aunque, y para dejarlo claro, como profesional del género, nunca dejaba de cumplir las peticiones de un cliente por muy extrañas que fuesen. Así, dijo, con el permiso de ustedes, dejen que el hombre me pague. Acto seguido metió mano en el bolsillo del arrugado pantalón del occiso, sacó los dineros acordados por la chupada y también expropió el reloj Longines que llevaba el picado de culebra, al estimar que había sido de muy mala nota el haberse muerto con las nalgas peladas y peludas en manos de una persona tan seria como ella.
El detalle llegó de inmediato a La Villa, e interesó nada más que al grupito de Francisca y sus vecinas. Para los demás el italiano era solo uno de los muchos que llegaron por la época contratados para asuntos de albañilería y construcción, pero que, de inmediato, se dedicaron a los más diversos oficios que iban desde el de zapatero remendón, hasta el de cocinero de carne a la parrilla que tampoco hacían tan mal. Los que menos recordaban tenían una idea algo lejana del sujeto. Los que más, llegaron a conocerlo y lo hicieron motivo más bien de chanzas y chascarrillos que de un luto serio. Rápidamente lo olvidaron. Francisca no. De seguidas que superó el shock de la noticia, empezó a reírse a carcajadas, escandalosa e impía. Dicen que gozaba con los detalles: La muerte y el entierro de Giácomo que, como todo picado de Cascabel, se puso negro y le brotó sangre por los orificios del cuerpo, mientras le salieron pepas por toda la piel. Todos esos pormenores Francisca se los hizo repetir hasta la abominación por diferentes narradores que no se iban sin las manos y la barriga vacía, sino todo lo contrario, ella los premiaba con plata y comida abundantes para agradecerles el cuento. También se afirma que Francisca dio gracias por todo el pueblo a propios y extraños, exultante, explosiva, inefable. Decía: dios mío, que también eres dios de la venganza y la justicia. Que se pudra bien hondo el macarroni, como castigo porque a una señorita como yo no se le debe ofender de esa manera. Día de alabanza y de oración, exclamaba, al entregar una rosa blanca perfumada a todos y cada uno de los conocidos que encontraba, y a los muchos, amigos o no, les regalaba rosas porque le daba la gana. Día de redención para una buena cristiana que se ha mantenido pura, perfecta y “cerrada” como este Capullo. Día de regocijo porque han apartado al mal bicho de la tierra.
Pero detrás de la fachada de festejos la poseía una feroz tristeza morriña. Aparentaba el gozo, pero por dentro de sí maldecía su negrísima mala suerte. No pudo parir un italianito de Giácomo, y tampoco estrenar todos los tafetanes que cosió día tras día.
Cuando se aproximaba Diciembre decidió homenajearlo secretamente. Como alguna vez lo escuchó hablar de un italiano como él, mencionado por el Gran Rubén Darío como “el dulce y mínimo Francisco de Asís” en un rítmico poema que Francisca recitaba desde ese día de memoria, con cadencias falsas y engoladas, pero no menos sinceras, proyectó la creación de un pesebre maximalista. Allí puso, en un salón con vista a la calle, no la Mula y el Buey, los Tres Reyes Magos, San José y La Virgen, como dice el ritual, sino varios bueyes, muchas mulas, unos cuantos Reyes Magos de todo color: marroquíes, babilonios, egipcios, sumerios, locales magos americanos del sur, burros pollinos y mulos, una larga fila de peregrinos, múltiples imágenes de Niño Jesús de plástico, camiones mineros, de siete y catorce toneladas, tanques de guerra, algunos cádillacs rosados tipo Elvis Presley, muchas colinas modeladas en horrible verde de “papier machê”. Y no pesebre, sino una cuna en la cima de la colina central, con niño Jesús yeso de siete kilos, rodeada de palmeras dátiles, avisos en inglés que decían Stop, guilindajos de colores con frases como Happy Merry Chritsmas, o cuando menos Happy Birth Day to you, un pino adornado con nieve artificial, el presidente de Estados Unidos, Santa Klauss, un crucifijo, Soldados, policías, turistas, más de doce pirámides, el puente sobre el Orinoco, globos de colores, Jeepses rústicos, vacas, toros, monjas, curas y como corolario, una fotografía propia tomando la primera comunión. La gente simple se asombró de tal prodigio churrigueresco, y solían detenerse con admiración ante el mercadillo de baratijas. La Francisca pidió una sola vez (y fue para siempre) que se persignaran frente al niño, a la vez que pidieran sus regalos. Y que como espectadores fieles, rezaran por la paz del mundo. Así como, de vez en cuando, hicieran penitencia por los muchos pecados que cometían durante el año. Para redondear la obra, solicitaba donativos en especie contentiva de guantes de béisbol, caretas, petos, balones de deportes varios, dulces, turrones y tortas para repartir a los miserables. Claro que todo el pueblo le llevó algo, alguito o lo que fuere para apoyar el monumental nacimiento que, raro y todo, no dejaba de tener cierto arte Naif.
Un bombazo la creación del mamotreto. El hasta ese Diciembre simpático curita local, sintió el peso de la profanación. Por eso comenzó con ciertas críticas disimuladas a la adoración pagana de los símbolos cristianos. Francisca lo pasó por bolas. El curita, por cierto y para su desgracia, italiano, afincó las críticas debido al movimiento de gentes que acudían más a venerar el bodrio que a la misa oficial. Nuevo choque con Francisca. Pero la gordita ha desarrollado estrategias precisas y había, hace tiempo, dejado de ser la manipulable carajita tocineta de baja auto estima que conoció Giácomo, y convertido en toda una Cuaima, más bien toda una sauria, que no se dejaba acorralar por menudencias como esas. Se había vuelto firme: chiquita pero templada, decía la gente. Por eso cuando al curita se le sale la cantinela áspera del italiano montañés, a Francisca le brinca la rabia serrana, callada y discreta, y jura no dejarse montar la pata de nuevo por otro hombre, aunque sea cura nombrado por el Papa, confirmado en El vaticano, y ceñido con las orlas de la madre iglesia católica, apostólica y romana.
En ese estira y encoge se mantuvieron un tiempo. El curita fustigando en cada Diciembre al ya multitudinario nacimiento saurio, y la maestrita de frente con las tómbolas, rifas y donaciones, repartiendo juguetes a los niños pobres, obsequiando melcochas mejoradas, ahora comestibles, y acezando a un candidato que se acercaba demasiado lento, pero a quien ella se proponía hacer padre del único hijo que luego tuvo. Eso sí, nunca faltó a la misa, para desafiar con su mera presencia a los alebrestados sermones del Jeremías local, cuestión que lo soliviantaba.
De un modo u otro avanzaron. El Cura cada día más gallo en su parroquia. La pupilera ya embalada hacia Supervisora de Zona Educativa.
Hasta que el Pastor se resbaló. En una de esas misas oficiales, cuando todo el mundo asiste de gala, a Francisca se le ocurrió llevar un coro que interpretó canciones patrióticas y folklóricas. Un coro de inocentes voces blancas que cantaba perfectamente desafinado las canciones facilonas del acervo navideño histórico popular. En esa misa al cura se le ocurrió decir que algunos de nuestros próceres merecieron el castigo que dios les impuso por atreverse a desafiar la autoridad del Rey de España, que era Rey por la Santísima Voluntad de Nuestro Señor., y que haberlo desafiado para arrebatarle las tierras otorgadas por esa Suprema Voluntad fue la causa de las desgracias de esta improductiva que hoy habitamos, llena de cafiles, negros insumisos, rameras idólatras, solteronas amargadas, y obsequiosos funcionarios militantes del partido de gobierno ¿Por qué falló El Padre Louro de manera tan infantil?...Pues porque Francisca le metió coro y medio en mitad de la misa, recordando a los presentes que en este país es el Estado y no La Curia quien dispone el protocolo oficial, por decreto del Ilustre Americano Guzmán Blanco, quien, gracias al señor, en el Siglo XIX había medido las costillas de una institución rebelde que hasta a los negritos nuestros quiso esclavizar antes, y ahora no los tomaba en cuenta a pesar de existir un San Benito, un San Martín de Porres, un Píntame Angelitos Negros. Tiznaditos nacionales a quien correspondían todos los honores, por haberles roto la jeta a todos aquellos europeos enfermos de codicia. Cornotestas que se portaban así por ser huérfanos de nacimiento, o sea, tener la desdicha de no haber conocido a sus madres. Pero, volteaba a ver venenosamente al cura, era tradición que la iglesia romana recogiera a todos esos expósitos para convertirlos a la fé, algunos llegando incluso a diáconos, curas, o por lo menos guarda-cámaras de algún obispo, para no morirse del hambre. Ahí al cura se le fueron los tapones. Se desbocó insultando a los próceres a quienes acusó de sifilíticos, irresponsables y traidores, abuelos irresponsables de cierto tipo de gentuza, y causantes de la estupidez típica de algunos caseríos remotos. Fue un candeloso duelo de insultos que perdió el cura, enemigo de las clases populares por antonomasia. Tutti le mundacci azuzó a Francisca que, más rápido que un pestañear, recogió firmas y se mandó para la Capital del Estado a quejarse ante el presidente del cantón por la irresponsable conducta del prelado que, a pesar del capelo y la túnica, no era sino un vulgar enemigo del pueblo.
La apoyó una turba, dirigida por el temible Melecio Rauil, un español de origen árabe, nacido y criado en El Cantón, que andaba desempolvando dagas, replanchando quepís, engrasando los máuseres de colección guindados en las paredes, y releyendo viejas proclamas, tanto de los no tan antiguos líderes Mocheros, como de los todavía fanáticos de Nicolás Rolando, de mítica recordación para los Villanos.
Se reunían cada media hora para contar las municiones y pasar el orden del día. Todo eso porque algún cabeza caliente había soltado el rumor de que el mismísimo Vaticano había enviado unos barcos de guerra, que barloventeaban por Trinidad, a un saltico de La Villa, full de carabinieris para sofocar el levantamiento en contra de la madre iglesia, riquísima decían, y tan poderosa, que sigue oprimiendo América en nombre del Señor.
Es que los resabios contra los curas estaban vivitos…La gente llevaba arribita de la piel los latigazos inolvidables de La Inquisitoria severidad de los católicos. No se saben los nombres del último Papa ni de sus cardenales. Pero recuerdan el de Tomas de Torquemada, Amadeo Mier, y los agravios por ellos cometidos, ahora magnificados tal vez con el propósito de algo cobrar. Lo cierto es que La Plaza está iluminada por fogatas alimentadas por la leña de los bancos de la iglesia, sacados violentamente por los sediciosos, que han abierto un compás a la espera de la respuesta a la gestión de Francisca, que volvería al día siguiente en la mañana. Mientras tanto al cura pan y cebolla.
Francisca, fulminante, había conseguido la destitución del cura párroco en cuestión de setenta y dos horas. No se había alojado en Perro Seco sino en el más céntrico y elegante hotel de Cd. Bolívar desde donde se contemplaba la gran Laja del malecón a través de cristales frescos por el aire acondicionado. Desfilaban comisiones por la recepción del hotel y todos comentaron la sencilla elegancia de matrona que se gastaba una muchacha tan joven pero con tanta personalidad: no gordita, sino de rozagantes carnes; no ñatica sino de estatura suficiente como para no humillar al hombre medio guayanés que suele crecer hasta el metrosetenta reglamentario de la región. Francisca en compañía de todas las cabezas varoniles que decidían la vida del estado lucía, con su frente alta de mujer esclarecida, un halo sensual irresistible. (En Cd Bolívar algún ocioso recordó la vez que un italiano, loco por ella, quiso raptarla y la escondió en una pensión de mala muerte de la que escapó dignificada por ese temple que poseía, con el cual antaño y hogaño, puso al hombre aquel, y a otros muchos, en su sitio.
Mientras merendaba un sorbete sentada en El Mirador del Orinoco, se veía regresar al día siguiente para encabezar la delegación que procedería, públicamente, a la expulsión de un nuevo maléfico macarroni. Tenía la resolución en la mano, y pensaba desquitarse de modo no tan simbólico con ese mascalzone que le recordaba al Giácomo Bello, Bello, Bello ante quien se había humillado en El Malecón de Cd. Bolívar.
Pero no contaba con el telégrafo. De un modo discreto sus propias amigas, adversarias renegadas y encubiertas, le hicieron llegar la noticia al cura, que envolvió imágenes tutelares de santos y santas que lo acompañaban desde siempre, saltó el paredón de atrás de la parroquia, se santiguó con desesperada fe, y arrancó, bajo los aleros y en sigilo, su larga caminata de huida. Cogió el monte. Ni en La Villa ni en el Vaticano supieron más de él.
Francisca, por su parte, se dio por bien pagada.
Luego de demostrar tales influencias al lograr la expulsión del curita (y la supuesta retirada de la flota vaticana), fue reconocida como Hija Ilustre de La Villa, y prácticamente ungida como heroína popular, nueva Juana de Arco, renacida en Guayana. Un señorío que acrecentó con el tiempo, y al que nadie se opuso. Hasta las predispuestas amiguitas se rindieron frente a su talento indiscutible.
Cómo interpretar entonces el que Francisca un día decidiera casarse como cualquier mortal. ¿Se curó de las fantasías alimentadas por la turca Elena? Al pichón de pretendiente, que apenas había cruzado un par de saludos y un cómo está la cosa, no le quedó más salida que asumir el rol histórico social de convertirse en el primer caballero de la primera dama municipal. Al hacerse público que le pidió el sí quiero a Francisca Safrisca, de repente se encontró con gran una inesperada aceptación que antes nunca tuvo. Invitaciones a terneras exclusivas de La Granja como miembro honorario de la Asociación de Ganaderos, ofertas de programas en la radio para opinar sobre la llegada a la luna, la fiebre aftosa, la película Love Story junto, claro, al fiel amor demostrado por Ryan O`neal para con Aly Mac Grow, o las aventuras de Papillon, el simpático delincuente encarnado por Steve Moqueen, acompañado de Dustin Hoffman. Y muy pronto cursaron invitaciones a asuntos secretos de notables, como compartir ceremoniales masónicos y, por supuesto, las no menos trascendentes visitas a La Periquera y otros burdeles parroquiales, donde practican especialidades raras, como ésa que puso de moda un canario contratado desde Angola, desde la cual vino para encargarse, como ingeniero residente, del programa de la Vivienda Rural. Pero él, experto viajero por toda África alguna vez habló de “el beso negro aguantado”, y de inmediato la sana curiosidad de los morbos parroquiales exigió detalles que luego impusieron como extendida práctica en su particular versión guayanesa, y solamente García (el futuro), pudo explicar en fondo y forma a Francisquita, asunto que le abrió total y definitivamente la compuerta de los ahorros de la puerquita.
Casarse, entonces, tuvo que ser, por esa vida regalada la que le ofrecían. Un sacrificio con todos los gastos pagos. Engordó a los pocos meses, al ser recipendiario de las torticas de avena que el fallecido Giácomo dejó de comerse. Y claro, también heredó los privilegios que Francisca le reservaba. Los privilegios, y unas horrorosas camisas azules, cortadas y cosidas para dormir: sudaderas, fundas, sábanas, guantes y medias de Tafetán. A su medida, como debe ser. Por lo demás, cómodo, nunca más tuvo que trabajar, ni siquiera pretender, ya que todas sus necesidades estaban cubiertas.
En resumidas cuentas: no fue tan mal negocio casarse con la tocinetica, ni mucho menos ser Primer Caballero Honorario del Cantón. Tiene su mérito aguantar estoicamente las artes, sensibilidades y extravagancias ridículas de Francisca Ponte Alaiza, que se pone vieja más lentamente de lo razonable. Con esa monomanía que se le nota al comprarse un auto, hacer bajar a García en cada cuadra para que vea si viene carro y veinte años después, hacerlo bajar todavía, esta vez para que vea si el semáforo realmente cambió de color, sin hacer caso de las colas y mentadas de madre. Aún así, media fundida y tal, no perdonó (y ha ido enterrando) a sus vecinas, a pesar de haberlas hecho socias (para mantenerlas acorraladas) de la Academia Educativa. Tampoco se cansa de no indultar al muerganazo italianon belloymaravillosocoñoemadreembustero, estigmatizado e inolvidable, a quien insulta y conversa todos los días, de preferencia en la madrugada, antes de llevarle el café calientito al pelmazo sustituto que agradece tantas atenciones indirectas sin abrir la boca, en discreto silencio.
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