sábado, 6 de marzo de 2010

Pánicos de la vida diaria.

Mi Alma:

Finalmente he entendido qué se traía en la mollera el a veces detestado, por oscuro, Edgard Allan Poe. A mi nunca me gustó ese señor escribiendo. Me parecían horrorosas esas historias de escarabajos de oro, de corazones latiendo debajo del piso, de casas que se derrumban, de monos matando gente...todas. Incluso la del carajo ese que se escondió en un globo. Pero, los últimos acontecimientos en Caracas me han acercado involuntariamente al mundo de, digámoslo como si fuésemos panas, El Edgard.

Fíjate tu: esta mañana leyendo el principal periódico de este país consigo que han empezado a navegar los muertos por El Guaire...,¿qué pasa, pues? Se supone que un río dentro de una ciudad es un regalo de la naturaleza, de los montes, de las cumbres...¿ Por qué tienen que aparecer gente que ha muerto de un disparo en la frente, de una puñalada traicionera, de golpes propinados por desalmados en ese afluente que fue puesto allí para ver otros paisajes?

¿No podrían verse, por ejemplo, bajeles o botes, encima de los cuales viajaran sensuales carajitas, rientes chavalitas, a punto de ser seducidas por pícaros galanes?

¿O familias bien vestidas, con la abuela al centro, a punto de abrir la cesta en donde llevan sabrosos bocadillos, o saladitos huevos de caviar, para comer y untar, abonados con dulce vino?

¿O a un padre cariñoso, recién divorciado, que abraza a su hijo lloronamente, mientras se arrepiente de haber sido un cabeza dura impertinente que provoca su soledad, mientras su mujer rehace su vida amorosa con otro, y está a punto de quitarse la blusa en algún hotelucho de los alrededores, mientras el ex intenta reconquistarle paseando al hijo de ambos?

No. Nada del inocente humor cotidiano ocurre allí.

Tiene que pasar, al contrario, que en la noche que acaba de terminar, en alguna parte de Antímano, de Caricuao, de Coche, de quién sabe dónde, un hombre, rojo los ojos por la ira le escachapa la cabeza a otro y lo tira sin compasión, vivo todavía, al chorro de la ciudad; o que unos vagos, solo para poder tomarse otra botella de ron, esperan a que pase un hombre, dios me libre, de mi edad, medio centenario, medio débil, para coñacearlo y quitarle los centavos que le sobran para el pan de mañana, para el café del amanecer...

O alguna mujer descuidada que viene de prisa desde la oficina. Que viene apurada para llegar a salvo es de repente sorprendida por los, más de uno, bandidos, que la violan, que la hieren, que la botan también al río...Y esos cuatro o cinco, el trabajador, la oficinista, el anciano, el obrero, el borracho, en esas primeras horas se arraciman en el recodo de Las Mercedes, en el embudo de Las Mercedes, y, ¡cata tu: hay que tener estómago para mirarlos mas de un minuto!, porque aparecen abrazados, arrumados, inertes e hinchados por el agua sucia que les infla las ropas y les desparrama el pelo, abiertos los ojos, agarrotadas las manos, maldiciendo en su mudez haberse encontrado con esos demonios que los desbarrancan tan bajo, tan inmisericordemente en esa otra paila del infierno.

El Guaire debió ser incorporado a El Purgatorio, pero no. La iglesia, extemporánea, como siempre, diacrónica y arbitraria, decidió que el fulano purgatorio no existe.

Por eso se perdieron ese bombazo siglo veintiuno de declarar que El Guaire no pertenece a lo humano.

Porque si es cementerio obligado del mal nocturno, también es vertedero humano de seres que se reparten la basura de sus orillas.

Allí los ves, con su máscara de mugre, sus pantalones rotos, sus camisas, una arriba de la otra, todas puestas al mismo tiempo, con sombreros, sin sombreros, con trajes, sin trajes, pero todos uniformes en su máscara negra, babeantes los labios, renegridas las manos, acercando con un gancho puyudo a los cuerpos muertos para terminar de despojarlos de algún atisbo de lo que fueron. Les arrancan los botones de las camisas para reparar las propias. Les quitan las ropas interiores para luego usarlas, les destrozan las bocas buscando un pedacito de oro, algo, lo que sea que sus primeros matadores hayan obviado. Luego los dejan allí, lamentablemente muertos otra vez.

Pero el río, o sea El Río, o más que sea, la nueva Laguna Estigia Tropical, reflota miseria hasta que llegan los bomberos, ensabanan los cadáveres, los llevan a la morgue, y llaman a sus familias para comenzar el bendito sea dios me lo mataron.

En las tardes, cuando regreso del trabajo, recuerdo al viejo río de mi infancia. El río que había comenzado a no ser, pero que todavía era un pelín humano. Yo lo contemplaba con cierta misericordia, ya que, como sabes, yo nací al lado de El Orinoco. Mi río de las toninas, de los perros de agua, de los manatíes...Por eso me daba lástima El Guaire, y le celebraba las pobrezas de alguna que otra garza despistada, que anochecía en sus orillas magras.

Pero nunca pude imaginar ver a una garza blanca, de las que todavía se atreven a enterrar sus picos en la mugre de El Guaire, comiendo encima del lomo de un cadáver.

Más bien pensé que los pájaros, esas y otros, se mantendrían incólumes en el tiempo de los pájaros ocupados en picotear sabandijas, ranitas, gusanos inocentes de entre el lodo, un día tras otro, una tarde tras otra.

Pero no, mi alma, que fuesen actuantes de un pasaje tan horroroso.

Ahora, yo, que no gustaba de leer al oscuro Edgard Allan, lo escucho susurrarme desde la ventana, él mismo siendo un cuervo, en vez de su lacónico Never More, un insistente y enfebrecedor Siempre Más, Siempre Más...

Te odio Edgard Allan Poe- le digo-. I hate you, man.

Y el Cuervo- Allan ríe, ríe, ríe...

Mientras en El Guaire, en algún lado de su cauce, otro cuerpo ha caído para terminar de morir en las sucias aguas del río que ya no es.

Tengo pánico de salir de noche, mi alma.

Reza por mi, que soy indefenso.

Protégeme, mi alma.

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