sábado, 6 de marzo de 2010

El Ghetto del Pueblo

Mi Alma:

Hoy es 16 de Noviembre de 2007, si te preciso la fecha es por altamente relevante, porque caigo en cuenta de una incomodidad que me andaba rondando sin definirse específicamente. Y que hoy, en la mañana al fin pude captar claramente.

Voy y vengo en esta ciudad que, como es lugar común decir entre los que nos la damos de escribidores, se sufre y se goza. Caracas es linda. Es, cómo decirte sin caer en el lugar- comunismo literario, una ciudad que se merece un mejor ciudadano. Ahora, y para ponernos serios: ¿qué es un ciudadano? Un ciudadano es, según la declaración de los Derechos Universales del Hombre, en La Revolución Francesa, la suma de todas las virtudes sociales. Una entidad individual que goza de libertad, igualdad, fraternidad y, agrego yo, comodidad del siglo XXI. Alguien integrado, no excluido. Pero no aquí, en nuestra ciudad.

En Caracas hay Ghettos. Sí, al fin utilizo esa palabreja a la cual eludí durante décadas, y estos ghettos, a los cuales también les dicen Apartheid (otra palabreja de los tiempos de Nelson Mandela) se constituyen en base a una extraña discriminación al revés. Absurda, sin duda, y extraordinaria. Aquí se le llama ciudadano a ciertos individuos que suman millares y pertenecen a una entelequia anti-aristotélica denominada El Pueblo. El Pueblo, son, según la antilógica de los caraqueños, por no decir aparatishk social, todas aquellas personas que no saben bien de qué se trata un libro, que no poseen modales, que pululan por las esquinas destrozando la arquitectura de la ciudad, y que, sobre todo, por encima de cualquier vaina, detestan a los otros ciudadanos. Son millares. Huelen a anarquía, son anti-valores y ejecutan su vandalismo sin ninguna pena ni remordimientos. Además, no tienen por qué no hacerlo, puesto que nadie se los impide. En las famosas esquinas de la colonia, donde el maltratado Bolívar desafió a la naturaleza, cerquita de la llamada cuadra histórica, El Ghetto opera bravamente. Se hicieron dueños de toda la calzada, e instalaron cocinillas portátiles que fríen durante todo el día los más aberrantes guisos; tenderetes de jugos de frutas altamente contaminadas; ventas de todo tipo de regorgallas hechas C.D`s, libritos de un fantasma brasilero que se las sabe todas en términos de sub-sistemas de filosofía barata, mezcla de Hare-Krishna y un desdibujado Mesías ( el pueblo compra los libros y comentan “qué arrecho es Pablo Coelho”), globos de colores, expendio de drogas disimuladas, etcétera de etcétera y para los demás, nada. Esta conglomeración de barbaridad es casi un grupo idolatrado e intocable para la nomeklatura que gobierna. Allí, sobre las piedras que sobrevivieron a La Colonia, todo tipo de humores corporales, llámense miaos, miasmas, plastas, lo que sea que excreta el cuerpo, adornan groseramente los adoquines que les han costado a todos los gobiernos venezolanos cerros de dinero poner uno al lado de los otros.

Las entradas al Metro, que fueron, en su momento diseñadas para enaltecer el hecho citadino, son, sin dudas misericordiosas, la plena explanada del desafío canalla. Allí, al lado de los esquemas realizados de los mejores artistas de su tiempo, El Pueblo, se pasa por las nefras el significado de la ciudad.

La Ciudad, que no es un sitio cualquiera; que es hermosa, que es grata y luminosa, se empobrece en pleno centro. Cuadras y más cuadras, miles y más miles la hieren con indolencia planificada.

Los otros, “los apartados” entre los que me cuento, debemos caminar por el medio de la calle donde los carros te pasan los cuernos por las piernas o las nalgas, iguales a un toro miura que te quiere cornear.

Además, tu peor pecado es tener pinta de universitario. Si es como yo, que tengo presencia de profesor jubilado, y que se me nota cierta correcta educación doméstica, entonces estás en la mira.

Ese Pueblo, que cohabita con la barbarie es el que vocifera demandas de educación al gobierno, nuevas escuelas, mejores universidades, como que si las fuesen a usar, y claro, ignorando que esa educación universitaria les obligaría a devolverles las calles a los peatones.

Allí está el Ghetto. Caracas es, o se ha tornado en pleno centro, en una ciudad desfigurada. Me la imagino como a un malhechor al que la puñalada se le infectó, y huele, ya lo sabes a sanguaza, pus y llagas incurables.

Seamos definitivos: el centro de Caracas es una fea infección social. Allí el delito es norma: el comerciante callejero que vende baratillos inservibles; el Broker que lo controla, un depredador a otra escala; sigue el funcionario que “martilla” al que vende baratillos; más al ladito el guardián que protege al embaucador, parte de un tongo organizado y armado que te inmoviliza en segundos, si se te ocurre reclamar tus espacios, o si, por alguna infatuada suerte, llegaras a pisar la mercancía infame extendida en el suelo de la calzada, privándote de comodidad al caminar.

En una sola letra: allí el otro ciudadano está privado de derechos.

Esa sociedad al revés desprecia el mínimo derecho social. Para ponértelo claro, y de acuerdo a lo que recuerdo cuando, ahí me sale paredón si me descubren, daba clases en la universidad, Pueblo es un conglomerado humano con intereses comunes que viven en una extensión geográfica determinada y a los que los unen o bien lazos de familiaridad, identidad y cultura similares. Normalmente tienen lazos parentales, como en el arenal nuestro donde casi todos somos primos.

Ahora, ¿cuáles son los lazos, intereses, familiaridad, que nos unen con estas hordas conflictivas?

Es obvio que aparto toda consideración automática de simpatía humana, y me pongo a ver a través de un laboratorio esto que definimos social.

Veamos: el ciudadano común, o sea el que se parece mucho a otro ciudadano, desea una ciudad confortable, organizada; estos depredadores, no. Estos sociófagos devoran la armonía del medio ambiente. Te odian, pura y simplemente por impedirles instalarse, digo yo, en las meras escaleras del Panteón Nacional a vender su mercancía de cuarta.

¿Y será negocio, también digo yo, pasarse el día, con lluvia y sol, vendiendo esas baratijas?

Según el decálogo del mercadeo, no. Más bien parece un dejá vú para no ocuparse en algo respetable. Porque la comida que expenden es basura; los trapos que ofertan es basura; los C.D`s que piratean, es basura; y la anti-ciudad que perpetran es la urbe de la basura.

Es la cultura-basura...Pero, no te puedes meter con ellos. Ellos son el sagrado objeto de los últimos años. Esos son El Pueblo. Cuya definición deja por fuera a los que pasaron sus respectivos años de estudio y trabajan de acuerdo a su capacidad; por fuera al pequeño empresario que quiere fomentar la industria; al intelectual de Kierkegard, Kant, Foucalt o, por la chiquita, Savater, para leer al brasilero vacío y muy new age que te dije arriba. La cultura del desecho que huele a desastre y no respeta su entorno. Casi como que si usted defecara en los platos de la comida de todos los días.

Caracas es, en su centro histórico, en la cuadra heroica un...bueno, no te lo voy a decir porque se entiende.

Aún el estiércol de los cuadrúpedos de nuestros campos, sirve para que crezcan unas rosas así de grandes, unas miosotis, unos claveles “bella a las once”…

El de estos bípedos no sirve sino para contaminar.

Son, en claro, los olores de El Pueblo. Sagrado olor de la miseria.

Mientras observo me duele la ciudad que tanto he querido. Recuerda que mi juventud fue caraqueña. Tanto la ciudad como mis años se han ido. El fantasma de Udón Pérez me acompaña hoy, 16 de Noviembre.

Salud, mi alma. Duerme bien, brisada por los aires frescos de nuestros arenales.

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