sábado, 6 de marzo de 2010

Undici Cincuenta

Mi Alma:
Frente a los ojos todavía asombrados de este amigo mío que me estaba contando cómo sintió el balazo frío, porque hay balas frías, cuando escuchó girar los pines de la puerta de entrada al apartamento, percibió el olor de la furia, escuchó la palabra agarrada, palpó como propia la fuerza de la mano que abre la puerta del cuarto para encontrarlo desnudo afanado encima de la mujer que no es propia, sino del que entra. Cuando supo zafarse del mordisco en la yugular y el gemido de vente pues, vente pues, de ella, cuando pudo dificilmente incorporarse con toda su desnudéz para entonces navegar en el anchísimo mar del desencanto que miraron los ojos del dueño de la mujer que se cubría con dificultad las desnudeces que los dos ansiaban, que los dos codiciaban y que los dos tenían alternadamente.
Virgencita del Carmen ( la vírgen de los poetas y de los locos. De las mujeres livianas que se dejan arrastrar por el viento de unos labios que la enamoran), virgencita, dice la furia del hombre que no dejes que lo mate, que no dejes virgencita que le parta el pecho de una puñalada, o que lo sofoque con estas manos que trabajan y diferencian los géneros de tela que todos los días vendo para reunir las monedas conque comprar las flores que están allí en el porrón de la sala. Los azúcares conque me sirvo el café, y las resedas que cubren esa carne tierna cuando es solo mía. Con estas manos que juraron cuidar los hijos de este que me mira con pena, con las manos, virgencita conque he comido las viandas de su plato, y con las que bendigo haciendo una cruz en el aire a mis ahijadas que llevan el nombre de esta puta que le abre las piernas a mi amigo, a mi compadre, a este hombre que es mi hermano porque lo elegí entre todos para traerlo a tomarse mi agua, a beberse mis risas, a compartir el pan viudo, con apenas sal y vino para llamarlo con todas las letras amigo, hermano.
Que no dejes, virgencita, que hable para contarme que la culpa no es de ella sino de él,
que mientras me abrazaba fraternal, hipócrita, provocaba temblores en las rodillas de esta mujer que tiene que ser comida por la infamia, tiene que ser movida por los lodazales de las calles y colgar desde las cruces del campanario para ser despedazada por las cuchillas afiladas de las lenguas de las otras mujeres que ya lo sabian, y que se daban guiños entre ellas para reirse de mi.
Y que no lo dejes que sepa que siento pena de verlo desnudo, que me da verguenza preguntarle ¿ eras tu? ¿ Eras tu esa sombrita que me acechaba cuando esta mujer me untaba los aceites pre-coitales, que me siseaba desde los rincones para decirme en dónde había quedado el calor de sus sudores en mis sábanas, las lágrimas de ella al abrirse toda para que visitaras sus estancias sensuales?
¿ Eras tu el que había quebrado la línea, trastocado su palabra, apagado la decencia?
¿Eres tu el que quiere explicarse?
¿ Pero qué vas decir? ¿ Que no te mate? ¿ Que no le cuente a tu mujer lo que haces con la mía? ¿ Que ellos no sepan hasta dónde han llegado, o cómo han llegado a encontrarse con tanto afán en mi propia casa?
¿ Y quieres que te perdone?
¿Quieres que haga una pausa y me tome un güiski contigo para que me expliques cómo le quebraste las espigas a mi mujer? ¿ Cómo has metido tus manos en su breva para apagar la sed que te provoca?
Entonces vamos a tomarnos ese güiski, pero déjame decirle a esta bandida que vaya recogiendo para que regrese a los montes, a los cerros, a los maizales de donde vino. Que retorne a sus árboles de silencio, y que nunca más mire a los ojos de otro hombre. Que yo me callaré, si es lo que quieren, porque no voy a sumar a la infamia que han perpetrado el privilegio de que alguien más lo sepa.
Me callaré, hermano, porque siento pena de que seas tu el que hiele mi sangre. A ti, no. Que ya sabes quién soy...y también sabes quién es la mujer que me has quitado. Porque ahora te la llevas contigo.
Que no me mires con esos ojos de espanto. Te la llevas y más nada.
Anda y ponla donde quieras. Que para mi este silencio que me da, es el silencio de los que han muerto.
La recordaré hasta ayer, cuando me sirvió la última comida caliente.
Y vente conmigo hasta abajo. Baja las escaleras enfrente de mi sin miedo que no voy a empujarte.
Ahora que eres su marido, y yo soy tu amigo, debo hacerte entender...mejor no. Lo aprenderás por ti mismo.
Paga el güiski.
Es barato. Once Cincuenta.
Y cuando la veas morir, que será algún día, no dejes que sus ojos se cierren sin recordarme cómo fuí hasta el día de ayer.

P.D: Entonces, Mi Alma, el marido que pilló a su mujer bailando esa danza oscura se fue.
Tranquilamente.
Liberado de culpa. Abandonando la culpa en los ojos asombrados de mi amigo que, todavía, tiene la figura triste, pero entera del marido de su amante, asistido en momento tan amargo por la Virgencita del Carmen que no lo dejó sacarse el demonio de adentro, y que, para más, espantó al grifo del odio para dejarlo colgado de cualquiera que pueda recordarlo.
No se por qué recuerdo a mi el largo poema de Víctor Hugo, Hernani, que todavía es conjunto de versos que solo pueden recitar los caballeros.

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