sábado, 6 de marzo de 2010

Mi Alma:

Como usted bien sabe, yo desde pequeño me aficioné a escribir cualquier vaina que viera a mi alrededor, todo eso movido por mi espíritu romántico y mi condición de joven espiritual que espero haber recobrado porque durante años anduvo extraviada no se en cuáles laberintos.

Pero, por los humores que ya empezaron su aparición melancólica y regular debido a que tengo unas cuantas ruedas de vida, de a poquito vuelven las personas y los hechos de antaño. Y utilizo la palabra "antaño" como un gesto de rebeldía pueril pues, en mis tiempos, esa palabra era algo así como fea, como demodé. La misma Demodé es demodé, si tu me entiendes. Pero, ala, lo que te quiero narrar.

En uno de esos arranques de inspiración romántica juvenil se me ocurrió escribir un, digamos poema, porque nunca estuve seguro de que realmente lo fuera. Antaño y hogaño, debo decir.

Aquel trasto, lo recuerdo plenamente, estaba dedicado a una muchachota que nunca conocí bajo ningún término, pero que era, en aquellos momentos de primeros semestres universitarios, inefable, inenarrable, inasible. Nunca la conversé. Jamás supe su nombre y tampoco, te soy sincero, la olvidé. Siempre mantuve la primera imagen, que incluso inicia la perpetración del poema, digamos que sembrada en mi memoria. Pero, para darte una idea exacta, déjame decirte qué escribí en el mamotreto aquél:

Si vestida,
aparece en lo alto de la tarde
como una mujer de carne y rosas
desnuda
asciende mucho más
por la escala de lo imposible.
Ella no puede parecerse más que a sí misma.
Pero algún día
alguien beberá su densa salvia
como de un manantial recién surgido
como de la primera gota de la mañana.

Ayer volví a verla. En un vagón del metro. Era ella haciéndose maquillaje en la carátula.

Era ella sacando de una vulgar bolsita de plástico un lápiz de esos para delinear bocas, y una brocha conque darse color en las mejillas ( di tu “cachetes”, que es más coloquial).

¡Con cuánto esfuerzo logró colorearse tanto unos como otras!

Viéndola al detalle, con esa ropita de tienda callejera; con ese pelo que casi merece un tribunal de familia para que le den manutención; con esa rolliza muñeca fortalecida de tánto lavar a mano; con esa boquita fruncida, reseca y repelente, se me ocurre que, seguramente alguien bebió de su densa salvia hasta dejarla seca, o tal vez muchos bebieron de su primera gota de la mañana y la agostaron hasta, como se dice en las novelas de los tiempos de Víctor Hugo, las heces, que se refiere, Mi Alma, a las cagarruticas amargas que sobran luego de exprimir las uvas para sacarles el jugo.

Seguro. Porque esa señora que se estaba latoneando la piel no es ni de vaina aquella muchacha fresquísima a la que el soplo del aire medio friongo de La Escuela de Humanidades, donde estudiamos, la sonrojaba y ponía arreboles en sus pómulos perfectos. A esta doña, ya sabemos que graduada en lo mismo que yo, se le nota la incompletitud de sus orgasmos, la carencia de amores que la conservaran rozagante -piel de durazno-.

¿Cómo y por qué le iba yo a decir- me imagino un diálogo imprevisto, tal como suele ocurrir en los lances muy Abate Prévost de los que fui aficionado: epa, chica, tu eres el personaje de un poetastro juvenil que no te olvida?

¿Qué? Me repreguntará con cierto sarcasmo de veterana acostumbrada a ser abordada por tipos audaces de la calle para conversarla, endulzarla, convencerla, castigarla y luego abandonar según el libreto inefable del fracaso.

Pero recordará sus tiempos de universitaria, su momento de gloria femenina, de abundantes pretendientes, y me esquivará diciendo: sí, hombre. Se que alguien escribía poemas sobre mí- mientras a lo peor piensa: tú y otros cuantos huevones que se dedicaban a esa pendejada-.

Entonces le diría: Sí, yo. El muchacho antaño belicoso que se peleaba con el cosmos entero, sin perdonar a los vecinos marcianos ni venusinos. Yo mismo que te olía cuando bajabas la escalera de tu piso de clases y te seguía con ojos inocentes que no te codiciaban el sexo, ni te pedían nada más que no fuese tu caminar de diecisiete años-roba corazones implacable para observarte a distancia, mientras desaparecías en la esquina de la biblioteca ñángara de Sergio, El Llanero, que te miraba con los mismos ojos míos, que yo le prestaba para protegerte de la lascivia.
Y ella me diría, con una sonrisita muy tipo revista de auto ayuda para mujeres maduras:

Equivocado. Tu, como otros.

Entonces entiendo: era la lascivia lo más indicado, ¿ por eso nunca escribí lo correcto en el adefesio poetico-romanticón que le dediqué?

Y ella: eso nunca te lo diré.

Entonces me imagino la ansiedad con que buscó que su atractiva juventud se convirtiera en práctica de todos los días, en epicureismo, en velocísima carrera vital.

Pero mantuve el silencio, manejando las variables de hablarle a una desconocida imposible de recordarme, pues ni siquiera compartimos el autobús universitario aunque fuese a cincuenta asientos de separación.

Entonces dejó de latonearse la cara y se bajó del vagón llevando con esfuerzo sus nalgas abundantes de grasa, sus tobillos cansados de dos o tres partos solitarios en un hospital de segunda, y todas las amarguras de las bocas que besaron su breva jojota que algún día tuvo aromas desconocidos y maravillosos.

Mi Alma, ¿crees que debo quemar ese parabán que he llamado con mucha osadía Poema, o lo conservo?

Ella, la imposible de carne y rosas es una pobre mujer enferma de hipertensión abandonada, presumo, por todos los hombres que la conocieron.

Ambos, poema y mujer son... ( se me ocurre una grossa mala palabra ) mejor no te lo digo.

Vamos a dejarlo así.

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