
Voy a comer con Mariela y mi hija María Salomé. Con Mariela camino tomado de la mano, y llevo a María a un lado caminando como ella: elegante y garbosa a sus once años. Esa niña mía me hace reir. Es silenciosa y delicada, y no levanta la voz para decir nada. Nunca la veo de mal humor, y si lo hace, suelta una palabrota de tenor altocomo si tal cosa.
Bueh...enfilo al metro de Caracas que ya está convertido en un horror. Demasiada gente sin paciencia, poco aire acondicionado, mucho retardo y la voz inmisericorde de un tipo que no sabe nada de locución tratando de convencernos, a nosotros los caraqueños, de que la seguridad es asunto de todos. O sea, apáñese como pueda porque el gobierno, o lo que solemos llamar como tal, se declara incompetente para cumplir sus funciones civiles. Chávez nos asola desde todos los ángulos: que repara el sistema, que cuida viejitas, que echa a andar los motores de la revolución, que él si sabe de pan de piquito y que nadie como él tiene la buena voz que le falta a Roberto Ledezma que cantaba boleros, ni Juan Gabriel que canta rancheras. Chávez es un huevo pelado.
Pero ya estamos acostumbrados a vivir al lado de la fanfarria de un tipo que no sabe nada de nada.
Me obligo a ir al metro porque llevo a mi hija y esposa a comer, y quiero invitarlas a un restaurant árabe de Sabana Grande que cocina un gagamush del quinto cielo, y unas ensaladas típicas que son una zalema con visir, rajá y todo el imperio persa en el plato.
Hacemos la fila porque somos gente del común, sino ¿qué hacemos en el metro? Mis amigos de la universidad me preguntan, en la mesa de profesores, que dónde guardo mi carro. Les digo que hace años no manejo, que no quiero volverme loco en el tránsito caraqueño, y que a mis casi sesenta años me da lo mismo andar en parihuela que en góndola. No tengo afanes crematísticos. Soy un carcamal, me dicen. Sea, lo soy.
Como estamos a punto de entrar, y la aglomeración es grande, me coloco discretamente a un lado. Espero entrar y salir con cierta rapidez, la que la ineficiencia del sistema nos permita.
Entonces, el horror. Un tipejo, uno de esos que son una equivocación al mediodía me cruza por delante. Me empuja, me aparta a la fuerza. Le respondo rápidamente cosa que impida me siga atropellando. Me defiendo. Y ahí se manda el tipo con esas palabras que creen ellos insultan a uno como yo. Becerro, mama huevo, coño de madre, dice y parece esperar que me ofendan esas vacuidades. Me amenaza con darme un navajazo, intenta golpearme...Le digo, serenamente: tu sabes hasta dónde llegas. Siento que me tengo que proteger. No defender, sino proteger. Mi esposa, tan guerrera que se ha hecho en Caracas, actúa rápidamente y hace sonar la alarma. Mi hija está asustada, pero, ya dije que es silenciosa. Me ve con temor en el centro de un guirigüay inesperado. Al tipejo lo desalojan, y entonces escucho la vindicta errónea de otro, supongo que también tipejo, pero mejor vestido que el anterior: me acusa de ir a misa los domingos, de oler bien, de tener pinta de "oligarca", yo, que ando llevando a mi familia a comer barato. Al escucharlo entiendo de qué se trata: He perdido mis derechos civiles.
Ya no soy un ciudadano. Soy un hombre de mediana edad que huele bien, que se gana la vida modestamente, que dependo de un sueldo, pero que no tengo derechos frente a la canalla. Enfrente de mi esposa e hijos soy despojado insanamente de mis derechos. Tengo que dejarme atropellar y maltratar porque este maldito gobierno que sufrimos ha dividido la sociedad en dos partes: los excluidos, que somos nosotros; y los incluidos que son todos aquellos que tienen el arma apuntando al centro de tu frente. Aquellos de quienes dice el presidente de este país que tienen derecho a robarte porque los hijos suyos de él pasan hambre, y por eso, robar para llevar el pan a su casa, no es delito.
O sea, no es delito que te violenten, te roben o te maten. Con ser pobre o miserable ya tienen su perdón.
Pero esta desgracia que nos gobierna no explica que si te roban también roban el pan de tus hijos, ese que te has ganado decentemente durante treinta días de trabajo honrado, que el que te roba hace exactamente el mismo tiempo no faena y no piensa en su estómago. El espera que tu metas el salario que te ganas en el bolsillo y entonces si, a robar porque él es pobre y tu eres el pendejo que piensa en trabajar. Que tus hijos lloren tu sangre derramada, que te vean humillado enfrente de un enérgumeno asqueroso, que no valgas ni un cuesco porque no eres chavista y pobre es tu destino.
Te oponen a un ciudadano encanallado, pobre de espíritu y pensamiento y vacío de piedad.
Ese es el acontecer de todos los días. Los demonios sueltos y el oficiante mayor engañifando al colectivo.
En silencio salimos del vagón. Mi hija María Salomé, sabia y prudente me lleva de la mano, me apreta cálidamente y dice: con una pizza basta, papá. Esa sola palabra me reinvindica de los males. Me devuelve la confianza y la fé. Soy un papá. Eso basta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario