sábado, 24 de abril de 2010

crónicas de librea


CHINITO SIEMBRA TOMATE.


La masiva e inesperada invasión comercial de los chinos en La Villa, desarmó cualquier respuesta estratégica que los árabes (sirios, libaneses, o egipcios) pudieran implementar. Ni siquiera los italianos, siempre prevenidos e ingeniosos fabricando barricadas, pudieron impedir que amaneciera un bojote innumerable de asiáticos alineados en las aceras de La Plaza Principal, desmontando miles de toneladas de alimentos transportados por kilométricas gandolas, y ocupando con velocidad de hormigas los almacenes comprados a través de testaferros que nunca supieron para quién trabajaban. La sorpresa dio paso rápidamente a un nuevo organigrama de poder en el caserío ya no tan pequeño, que ahora pasaba a ser objetivo comercial y escenario de una silenciosa batalla planificada en las sombrías entretelas de un teatro de silencios, que jugaba fuerte a cambiar personajes, libretos y escenografías con la misma velocidad con la que firmaban los cheques de pago, para liquidar los documentos de compra o venta de cualquier nueva operación comercial. Ese fin de semana se hizo corpórea la rumorosa vecindad de los presuntos. Todos iguales para los ojos guayaneses del cantón. Pequeños, callados, indiferentes y atentos, un contraste típico de los que se saben intrusos. Sumisos, obedecen raudos las órdenes de una mujer que señala, de memoria, precios y ubicación de los artículos embalados, que deben ser almacenados en perfecto orden porque eso es ya que están comenzando las tareas de mercadeo en La Villa.

Es un espectáculo grotesco, en el fondo, escuchar a Ma long recitar sin dudas los guarismos y características de los bultos. Una mujer fenómeno que hubiera sido gran atracción en un circo, como parte de esos espectáculos de adivinación y memoria que tanto aplauden los espectadores. Luego de verla durante un rato, Los Villanos sienten que están enfrente de un monstruo, aunque en su simpleza racional no logran denominarla así. En grumos, comprenden el por qué de aquella locura que los tocó cuando de repente empezaron las ofertas de compra de locales comerciales, casas, terrenos y fincas en la doméstica y hasta entonces modestísima localidad, apenas cabeza de municipio por que era imposible que llegase a otra cosa. Pero hay que reconocer que pese a todo, ya eran una sociedad con mas de doscientos años de fundada. Unos catalanes locos, iracundos e ingeniosos atravesaron las muchas selvas, no una y que conste, que muestran sus caras desde las coordenadas del Orinoco y termina en los filos de la Gran Sabana, mil millonaria y todo eso, regazo de los habitantes de por allí, eternamente encantados por la maravilla que es saberse parte de los Padres Tepuyes, llamados con toda razón, Arboles de La Vida, en esa especie de mística resonancia que obliga a Los Villanos a sentirse como los primigenios humanos conscientes o, tal vez, componentes de la Primera Camada Adánica echada a vivir por El Creador.

Los encargados de proponer y hacer los negocios eran abogaduchos picapleitos y cagatintas. Uno a uno se aparecían frente a los propietarios, gente conocida de ellos mismos, provistos de súbitas máscaras de prosperidad, asegurando ser parte de unos consorcios extranjeros poderosos, y ofreciendo pagar, como en efecto hicieron, cualquier suma que les pidieran por las esquinas más resaltantes de la tranquila Villa. Locales ubicados en las calles de mayor tránsito, y las casas de habitación más espaciosas que vendieran o no en el inminentemente próspero caserío. Por supuesto que casi todos vendieron sin mirar para atrás. Inmuebles, cosechas a pignoración, por diezmos, a futuro., muebles, camas, cortinas, vajillas, lo que fuese susceptible de acto de comercio cayó en la lista. Incluso, Domingo Muñoz, propietario de un cerro de escasísimo valor para la agricultura, se presentó maliciosamente ante los aguantadores y les ofreció esa belleza natural, como la describió por unos, dijo así, como al descuido, cuatro millones, un regalo, catire, aseguró, ya que estoy jodido. Los pajizos fueron a verlo, trajeron a unos técnicos, llevaron muestras de tierra, y a los dos meses le entregaron, billete sobre billete, ordenaditos en una caja de potes de leche de vaca marca Queen Dairy, los cuatro millones a Domingo Muñoz, que se metió una pea de siete días seguidos, y cantaba alegrísimo por haber conseguido de manera tan fácil esos reales. Doquiera que llegaba se reía de su viveza y ordenaba poner bebidas y comidas sin parar a los paisanos, tan contentos como él por meterse esa botija de reales sin trabajarlos. Imitaba a los compradores cayendo en la trampa, y se burlaba sin pausas de los pendejos que le compraron un cerro en el que no crece ni siquiera una mata de cadillos. La sorpresa y envidia le cayó pesadamente en la espalda cuando vio llegar una docena de camiones siete toneladas, decenas de obreros, ingenieros y secretarias, armados de lápices, reglas de cálculo, teodolitos y mucho más, para comenzar la explotación de una riquísima cantera de piedra azul, única en el mundo, con que construir vigas de riostra, de carga, pilotes y machones todos de coste millonario en la industria de la construcción. Ahí sí se le acabó la rasca y quiso renegociar al darse cuenta de que el engañado había sido él, pero, uno de los encargados le informó que el señor “Fachen” no se devolvía, ni en negocios malos como ese, según usted mismo pregonó, ni en otros más “peorcitos” que anda haciendo por allí.

Fachen es el campanazo que despertó a todo el mundo a la realidad de la invasión que les había llegado.
Domingo Muñoz comenzó campañita insidiosa de rebeldía, asegurando saber que todos esos obreros de Fachen eran antiguos presidiarios reclutados al salir de la cárcel, como obreros y capataces., y que, si no salían, eran sacados por los abogados del tal Fachen, que sobornaban a los carceleros para rebajarles condenas, o conseguirles indultos, favor que los tornaba en fieles sigüises, capaces de volar las cabezas de sus reales, potenciales o gratuitos enemigos, con solo un navajazo. Fachen era, según Dominguito, un diablo chino, o cantonés, que venía huyendo de los comunistas de allá debido a que robó a los mismos rojos de Mao, y asesinó a más de mil paisanos para sacarles los dientes de oro, las joyitas, los yenes, o cuanto fuese de algún valor, para luego enfilar hacia este país y vivir impunemente. Pero, agregaba Dominguito, bicho malo es bicho malo y no tiene componte. Y vinieron, él y los otros perdularios, decía robando una palabra de la maestrita Eloína, a hacer mundo acá, donde creen que nadie los conoce. Pero no. Dominguito Muñoz que soy yo, reconoce al pájaro en la cagada, y estos son zamuros, catire. Zamuros pescuezo amarillo.

Los otros extranjeros, apoyados en la antigüedad que los hacía parte integral del conglomerado, decían que era verdad. Apoyados en su propio pasado aseguraban conocer esa clase de bichos que habían llegado porque allá, en las arenas hirvientes del desierto árabe, pisoteando las chatas viviendas de Kurdos, Drusos, Shiítas, Nómadas y demás, desde hace tiempo los chinos habían llegado con la misma política para apropiarse de aquellos predios. Claro que tampoco aclaraban que ellos mismos intentaron negociar lo poco que tenían, reducido a venenosas áspides, famélicos camellos envejecidos y una que otra cabra de tetas yermas que ni de vaina interesó a los mal llamados invasores que prefirieron las verdes costas del Pakistán Hindù y no las problemáticas dunas de los reluctantes babilonios.

De ese modo los afectados, casi todos extranjeros como el mismo Fachen, hacían causa común con Dominguito. Sin embargo no pudieron. Como suele ocurrir, solo mencionar el nombre del Chino Fachen lograba estremecer a más de uno. Le temían sin conocerle gracias a la implacable campaña que le hizo el Dominguito, que no entendía cómo se le iban rindiendo, apagando, frente a su todavía no corporal presencia. Y corrían a ofrecerle negocios facilones que la gente del empresario fantasma aceptaba sin mucho tanteo. En seis meses se completó la conquista comercial de La Villa.

Junto a los sabores de la Musaka Griega, el Kibbe y tabule, se mezclaron los Ajo Porros y Jengibres del Rice Coolin Cantonés. Ya no vendían en los estantes del único marchante exótico el puro ajonjolí, sino que la soya salada y oscura apareció triunfante, al lado de los pistachos, miel, semillas de auyama y otras vianditas extranjeras. Los melindrosos habitantes del pueblo comenzaron a comer, aparte de las plebeyas lumpias con arroz especial y chop suey, las más exóticas Sopas de Aleta de Tiburón, Fideos en Nidos de Golondrinas, Pato Laqueado, Filetes de Cerdo y puerros, junto a un delicado licor de especias impronunciables, que poco a poco gustó, pero que nunca suplantó al Whisky que algunos ganaderos roñoqueros solían beber abundantemente cuando se reunían a pedantear acerca de los mautes, vacas lecheras, y otros semovientes que criaban en sus extensas praderas, vociferando sus riquezas en las barras del Ling Nam, y dejando gruesas facturas firmadas que luego Fachen mandaba cobrar en su camión Ford 350, embarcando jugosos terneros como pago, que luego vendía en steaks, pronunciados así para disimular el origen de la carne. De todos modos en inglés o cantonés, ya se sabía cómo pagaban sus parrandas los empingorotados criadores de ganado. Junto a los becerros traía queso trenzado, crema de leche, gallinas pirocas jugosas y perniles fresquitos, alimentados con maíz durante mucho tiempo, lo que les daba ese físico robusto y apetitoso.

A los pocos meses de su auto engaño, Dominguito era un guiñapo que dedicaba el comienzo de la mañana a insultar a esos coños de madre chinos que lo estafaron. Claro que nunca quiso descompadrar el negocio, ni devolver los reales, puesto que todo lo desbarató durmiendo con hasta tres mujeres de la vida en cada tanda, que metieron hondamente sus afiladas uñas en las busacas de billetes que el bolsiclón llevaba nada màs que para parrandas. Lo arruinaron total y absolutamente, con eficiencia envidiable, las diablas de El Siboney. Pero él no cesaba de insultar a sus adversarios, y les mostraba, todos los días, una afilada navaja Pico ê Loro, con la que, aseguraba, “caparía” al fulano vergajo que lo engañó. Los chinos del negocio mandaban a darle entonces otra botella de Ron barato, unas rebanadas de mortadela, algo de queso, una caja de cigarros, y una libretita en la que, por favor, fuese anotando la deuda pendiente que Dominguito fijó en cien millones. Mientras, abonaba.

Fachen va en las tardes al negocio instalado en la avenida principal que lleva hasta los confines de La Gran Sabana, y se sabe que es el jefe al observarse la doblada reverencia que cada chinito hace cuando pasan frente a él.

Jorge fue el nombre escogido por Lee Fang Cheng, Fachen, para comunicarse con los nativos.

Era un hombre flaco pero no enclenque. Comunicativo, simpático, generoso, que solía repartir cupones de ahorro a sus compradores. Que daba precios más bajos, permanentes ofertas en los productos, y rifaba un carro cero kilómetros en cada diciembre. Ni los sirios, ni los libaneses, ni los griegos junto con los italianos pudieron contener la marea que los arrolló. Con la presencia de los chinos en La Villa terminaba el oligopolio prolongado de los extranjeros que llegaron a comienzos del siglo XX a hacer vida lejos de sus países de origen. Un oligopolio que alcanzó a mezclar tan distintas razas. Por ello no es difícil encontrar a un italiano, más bien hijo de italiano casado con una árabe, también hija, ni a un libanés con esposa nativa, o un griego con otra raza. Lo que no se encuentra es a un chino casado con Villana, mucho menos a una mujer de esa raza con hombre local. Ese es un clan que solo se mezcla entre sí, y lo único que dejan saber es que ha sido así siempre.

Pero Lee Fang Cheng no es un enigma. Viene, junto al grupo, de pasar todas las alcabalas de un sistema de vida cerrado y castrante, del que muy pocos pueden evadirse. En las tardes suele mirar hacia el oriente, y recuerda una vez más la dura realidad de los arrozales llenos de zancudos, empobrecidos por el D.D.T. Escucha los disparos de las milicias y canta el himno del partido ya que lo aprendió de memoria. En La Villa quiere comenzar de nuevo. Reinventarse, puede ser. Eso no lo saben los locales. Ignoran que Fachen pagó su onerosa libertad siendo esclavo mucho tiempo. Desconocen que le lloraba con prolongados y miserables lamentos al jefe militar rogándole muerte o libertad. Y tampoco saben que él no es quien es, sino que es parte de una especie de sociedad que se expande reclutando tipos como él, que viene a ser solamente una pieza más, notorio sí, de un complicado engranaje que se extiende desde hace años en el país. No han sido notados por el silencio con que actúan, y porque con nadie pelean. Si los ofenden o maltratan, simplemente le ignoran y nunca más hablan con ese fulano. Pagan en silencio el chantaje de los funcionarios, y son expertos en salir sin bullas de los más escabrosos pleitos.

Hasta ahora forman su comuna con discreción. Tienen éxito llevando a cabo su política de mercado: vender mucho, ganar poco, pero vender todas las horas del día, todos los días. Es una manera paciente e ingeniosa de quebrar las patas duras de las mesas de negocios de sus competidores, que se quedan pasmados viendo las colas incontables que se forman en los portales de chinos.

Que venden ratas en trocitos cuando sirven el arroz chino. Sí, pero bien condimentadas, responden los fanáticos. Además, están limpiando al cantón de roedores. Que son sucios y nunca se cambian de ropa. Sí. Pero no les huele a podrido el sobaco como a los españoles, ni las gandumbas como a los italianos. Que tienen un precio en los estantes y otro en las cajas registradoras. Sí, pero venden tan barato que aún robando a la gente, les sale más ahorro al comprarles con estafa y todo, y no joden con la hipocresía venenosa de los turcos.

En concreto, son exitosos por todos lados. Instalaron tiendas de abarrotes todas iguales, pero con diferentes nombres, en cada lugar ventajoso del cantón: en las espaciosas salas de los viejos cines., a lo largo de la calle principal., en las inevitables esquinas del centro y hasta en las populosas barriadas de la periferia.

Los antiguos expoliadores se obligan a sí mismos a cerrar filas para defenderse. Han sido rápidamente tomados por asalto y sin perder ni un soldado los usurpadores. Pero, como siempre, no encuentran un punto de unión que los ampare.

Los árabes, se reúnen, salvadas las diferencias entre Sirios y Libaneses, a tomar café fuerte, a fumar con furia, y a planificar nuevos negocios con los que recuperarse de los leñazos que les dan los chinos en la figura de Fachen.

Los italianos, menos resentidos y más cosmopolitas, les importa poco. El que queda en ese género de negocios está firme, y ha crecido económicamente hasta consolidarse. Los otros macarroni prefieren el negocio de la madera.

Los griegos son simpáticos, menos acomplejados, y siguen tranquilamente produciendo dinero. El escaso o mucho que pueden hacer en La Villa. Es que los helénicos tienen, por herencia, una cierta nobleza que les permite hacerles campo a todo aquel que quiera hacerse lugar. No en vano son los fundadores de la democracia. Continúan allí, conversando con todos, vendiendo de todo y poseyendo el perfil que mejor los acomoda frente a la nueva realidad. Compran flores artísticas y artificiales y adornan con ellas los pórticos de los negocios, mientras llaman por nombre y apellido a los que pasan, diciendo vente chico, a tomar un café a la nogocio. Si quieres me pongo un tanga, compadre, para que me pares un poquito de bolas, chancea Kikí, que sonríe siempre amistosamente. Tan parecida a Marylin Monroe.

Así las cosas en El Cantón, se debe suponer que todo marchará bien, requetebién, súper requetebién.

Pero no. Un día Dominguito amaneció picado a pedazos por los lados de La Armonía. Se dice que en las vísperas, rajando la oscuridad el uyuyuy de angustia se escuchó repetidamente, mientras resonaba el chás chás del filo machetero cortando carne y huesos del pobre desgraciado. Los más exagerados afirman que lo vieron antes y después de muerto, como suele ocurrir a los testigos, que para adornar su cuento, cambian arbitrariamente el tiempo. Dicen, entre la morbosa curiosidad de los presentes, que Dominguito sabe una buena cantidad de vainas comprometedorísimas acerca de ciertos oscuros pasajes de gente relacionada con los chinos y otros vagabundos y que por eso lo asesinaron. Casi al mismo tiempo, cerca del matadero de reses apareció la osamenta limpia y reluciente de un adulto desconocido, sin referencias, puesto que nadie había reportado la desaparición de persona alguna en los últimos meses, o tal vez años. De repente la tranquilina faz del caserío cambió.

En las naves de la iglesia parroquial surge el rumor indetenible que acusa soterradamente a los chinitos. Ellos lo saben y guardan silencio. Trabajan en orden, repitiendo la mudez que los ha acompañado durante y después del período político de Mao. Incluso aquí siguen usando sus uniformes grises o azulados, que los convierte en invisibles repeticiones los unos de los otros, tánto, que no se sabe qué genero sexual va debajo de aquellas toscas telas. Aunque se adivina cierta limpia sensualidad en los tímidos pasitos de las chinitas que, atendiendo aquello de que el mundo entero es una sola familia, de pronto se convierten en parte del paisaje racial de La Villa, y resultan ser más parecidas que diferentes a los fenotipos dominantes. Aunque eso no atenúa el estado general de chauvinissmo. La gente se pregunta por qué a los chinitos que crecen correteando y chillando como todos los otros chamos no se les ve en la fila de la única escuela del cantón. ¿Cómo se educan? ¿Cuándo van al médico? ¿Celebran sus cumpleaños, con pasteles, piñatas, confites, canciones como todos los demás?

Nada. Misterio discreto y nada más que contribuye a espesar la sopa que se calienta en contra de ellos. Ya abiertamente algunos charlatanes aseguran tener información confidencial que señala a los capos de cierto tongo asiático, uno que otro de los soldados “yakusa”, o asesinos especializados, como responsables de las muertes misteriosas descubiertas por esos días. Es de lógica implacable aceptar que algunos inescrupulosos comerciantes alimentan el rumor. Y el resentimiento crece más cuando en las repetidas temporadas de escasez de azúcar, arroz, harinas u otros rubros alimentarios, solo las tiendas de los chinos tienen suficientes reservas para proveer a los demandantes. Aunque, claro, de a kilo por persona: solo vendían lo que indicaba ese autoracionamiento impuesto por la ausencia de estoraque. La arrechera entonces crece porque los acusan de ser causantes incluso de la escasez.

En el grupo de Fachen siguen cargando y descargando a toda hora mercancías para sus negocios. Hang Sang, Hang Sing, La nueva China, China World, y cuanto exótico sustantivo se pueda imaginar aparecía de repente atiborrado de víveres. No se detienen.

El pueblo continúa encendido. Nada más que por provocarlos iban a exigirles créditos de comida, de ropa, de artículos varios, y los obtenían para no pagarlos nunca más. Los más informaditos llegaban a comparar la presencia de los chinos con la de los judíos en todo el mundo. Un grupo humano que crece anestesiando al comercio y apropiándose de los ramales económicos hasta que son una metástasis mortal. Citaban, no con mucha certeza, los Pogroms en Viena, Berlín, Cracovia, y aseguraban que Hitler no fue escaso de razón al combatir a aquellos precisamente por oligarcas, usureros y avaros. ¿Pero, estos chinos del trópico en qué se pudieran parecer a aquellos Roschild, Blohm, Gettys o demás? Eso, dicen, es igualito: ¿se dan cuenta de que ningún paisano trabaja en las cajas registradoras, y que no llevan libros de contabilidad con los profesionales de aquí?. Es que tienen una parte oscurísima en negocios y todo. Ponen como ejemplo de dominación, aludiendo a los judíos, que llegaron modestos, hipócritas, con esa huevonadita redonda en las cabezas, esas vocecitas chillonas, ese huesero enclenque, y se convirtieron en dueños de televisoras, emisoras de radio, compañías de transporte aéreo, de seguros, cosméticos, telares, empresarios de víveres en Caracas, y uno que otro monopolio poderoso de gandolas más que riquísimo en Cd. Bolívar. Lo mínimo que llegaron a florecer fue como ornitólogos filantrópicos, y a tener la mejor cantante, no tan judía por sefardí, cuyo nombre es Soledad.

La maledicencia venenosa de los profetas, viudos de algunos comerciantes venidos a menos, sin que importe la raza de origen, goza una bola hablando de los aplanados culos de las asiáticas, los raquíticos pechos de los hombres, la palidez clorótica de sus caras, pero no se atreven a retarlos porque las películas de Bruce Lee y Jackie Chan, ejercen mítica influencia y hacen que vean a un super karateca en cada chinito de esos que cruzan la calle. Y claro, quién se quiere exponer a una Ushiro Yodan, Yoko Uké o Mawashi Gedan, que los desarmaría sacándole ojos, hígado, o vísceras tal como veían en las películas malosas exhibidas en el Cine Sucre de la Calle Miranda. Les tienen culillo a los trucos de fantasía que han vendido a actores chinos- estadounidenses como invencibles en cualquier circunstancia. De algo sirve el cinematógrafo.
Así transcurren días, semanas, meses. Cuando falta poco para cumplirse el primer año de la muerte de Dominguito, y en las vísperas de elección del Jefe Civil, una turbamulta inducida por un sicario político del aspirante con mayor oportunidad, participó que ese día saquearían a los chinos. El anuncio recorrió el cielo y la tierra del caserío, e hizo que cerraran las puertas de los establecimientos. Los carroñeros de siempre se apostaron con grandes bolsas y carretillas para sacar el máximo de mercancías cuando ocurriera el vaporón. Los chinos se desvanecieron,casi que ocultos debajo de la tierra. Los mismos guardias pagados por Fachen se hicieron los locos y se quedaron lejos del punto de conflicto. No tenían protección de ningún tipo, y era inminente la desgracia.

Un grupo grande de cientos de militantes apareció en plena subida de la Van Praag. Iban derechitos hasta la Gran China, el abastos de Fachen, llevando latas de gasolina, botellas molotov y otro tipo de armas para salir de los chinos rápidamente.

Llegaron todos, sudorosos a las puertas de La Gran China, y empujaron como tiene que ser: fuertes, canallas, impunes. Adentro debe esperarlos el gran botín que les saquearán a Fachen, imaginan y nada más. En realidad lo único que consiguen es el desorden de una escapada veloz, el reguero de miles de paquetes de harina de trigo, unos cuantos potes de atún regados aquí y allá, y la marca cuadrada de donde hasta hace horitas estuvieron las cajas registradoras del negocio. Fachen había, en silencio, sacado todo en la madrugada y resguardado lejos de lambucios, lamebotas y otro tipo de bicho con uñas que quisiera despojarlo.

La rápida contraofensiva de los chinos los paralizó. Eso y la semana que estuvieron sin leche en polvo, pan empaquetado, sardinas baratas, espaguetis y huevos de gallinas. Poco a poco fueron tomando conciencia del gran desastre que es quedarse sin los chinos. Se aplacaron. De ahí en adelante llamaban Don Jorge a Fang Cheng. Dejaron de preocuparse por si los chinitos bebés iban a la guardería, pre-escolar o primaria., les parecieron de lo más simpáticas las chinitas, y se acoplaron perfectamente todas esas naciones inmigrantes en el cantón. Por su parte el Jefe Civil electo recibió harto apoyo de los comerciantes todos que fundaron una Cámara de Tal, presidida en su primera sesión por el miembro permanente, Jorge Fachen, antes Lee Fang Cheng, antiguo prisionero de un campo de concentración allende al Pacífico.
Del guyanés que mató a Dominguito nunca se supo. Escapó por la vía de Tumeremo hacia el Esequibo y se perdió en su propio país, atormentado por los cuernos que su mujer le había puesto con el pelele. Es que durante su breve temporada de millonario, Dominguito la había amancebado, usado, pervertido, y luego pregonado que estaba fokin-fokin a la mujer de Shalandra Veryoehen, el guyanés que vende chicharrón en la carretera vieja. El culizo lo escuchó vociferando que su mujer se movía así, y gemía yes-yes, beibi, y le juró picarlo como a un cochino. Hasta que llegó el día que lo descuartizó. Con la misma cogió camino hacia kavanayén, a juntarse con la familia de su mujer, que amarró el macundale y le siguió aterrorizada, pero no arrepentida. Dominguito de verdad la hacía llorar.
La osamenta encontrada resultó ser de un desconocido que pasó hace años , y se quedó dormido en la pata de una Ceiba . Allí se lo comieron las Marabuntas que pasan por miles en una sola noche y arrasan con todo lo que se les atraviesa.
En cuanto a lo demás, las chinas siguen sin casarse con Los Villanos, pero eso a nadie le importa.

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